martes, 23 de septiembre de 2008

Un pedazo de Subsuelo

Había que vivir el ocioso vaivén entre los distintos submundos para saber que iba a gustarme.

Una mañana me juego el pellejo en cada semáforo. Otra coqueteo. Juego con las miradas jóvenes de las madres que no se acostumbran todavía a la idea de cargar en el asiento de atrás a las almas recién nacidas que han de asesinarles con los años el afán del coito multitudinario y secuencial. Yo me divierto haciéndolas creer con una sonrisa que pueden seguir prometiendo miradas de noches feroces, de danzas en las que el cansancio empuja más de lo que frena.

De una de ésas tengo ganas yo y tu lo sabes y te escapas. Tu presencia se vuelve escurridiza entre mis venas y yo me lanzo a recogerte. En la cacería se borran todos los paisajes y el resto de la tarde se convierte en hielo.

Por fin, a la noche, te tengo.

Te rompo el cielo entre las piernas y se te salen por los ojos las estrellas.

Sin respeto al silencio ajeno y en la oscuridad del mundo, rajan las ventanas los colores de tu voz.

Se despereza a lo lejos la culpa y sin embargo no nos ve, no nos toca.

sábado, 20 de septiembre de 2008

Que amanezca, por favor.

(...)Volvieron los huecos en las venas y los dolores disfrazados y volví yo a sentirime cerca de tí. Volví a ser arrastrado a besarte a pesar del terror de tus caricias. Te descubrí otra vez calavera, princesa, en el cuento que emanas por las noches. Entre líneas carcajeaban, como bailando alrededor de una fogata, la verdad de tus amenazas, el miedo... el collar de castigo con el que nos amarras a todos, perra madre nuestra.
"Sentir el último aliento, guardar la última imágen y, como si de veras fuera buena, sonreir y dejar de ver sin cerrar los ojos, como si siempre fuera a haber alguien cerca para cerrarlos antes de que se los coman los gusanos".
Al cuentito se le corría el maquillaje. Al cuentito con el que nos envuelves, puta romántica de mierda, la verdad se ha de parecer bien poco.
Que amanezca ya por favor. Hagan que abran las cortinas.

lunes, 1 de septiembre de 2008

Día de campo.

Como no llovió el día anterior y acababa de amanecer, me convencieron. Pusimos la tienda de la peor manera posible: sí, con una vista espectacular pero -con una chingada-, se habría visto mejor el barranquito de tres metros desde la ventana, que desde la puerta a un metro del borde. Si pensamos en la lluvia, pero solo en la que podía llegar: la madera estaba empapada y hubo más humo que fuego. A nadie se le ocurrió que era peligroso mear al borde del barranquito hasta que hubo que hacerlo y el sentido de precaución fue ingenuamente vengativo: para entrar a la tienda, sin ver el borde, había que agarrarse de ella, así, si te caías, te llevabas a todos los dormidos. Pero, aunque si hubo quién rodó por el barranquito, nadie apareció echándole la tienda encima a los que estaban adentro.
De cualquier forma, para que esto sucediera faltaban algunas horas y algunos tragos, los cuales pasamos con admirable profesionalidad de ociólogos.
Debí ser el primero que sucumbió. Después de harto comer me perdí en la oscuridad. Caminé lejos porque un árbol me pedía que fuera y le abonara las raíces y yo, dócil a los susurros, me dispuse a complacerle. Para tantear el camino hice uso de las chispas de un encendedor porque con tanto viento no podía hacerse una flama. Solamente quien haya estado ahí y conozca el terreno podría comprender el terror de caerse por la pared blanda que -esa sí- medía como cuatro metros de alto. De alguna manera inexplicable entre los chispazos y la hojarasca el suelo se esfumó. Qué rápido temí estar cayendo el principio de los cuatro metros... nunca antes poner las patas en caca de vaca y sentir cómo se te mete en los calcetines la humedad apestosa había aliviado tanto a una persona... nunca antes una persona pudo diferenciar con tanta precisión los olores humanos y los vacunos...
Después de visitar el árbol hubo que cuidarse de no volver por el mismo camino. A la vuelta seguía, inocente y aislado, el humo, las "malvas" cobrando vida y los tragos.