lunes, 27 de julio de 2009

Cobardías pa fuera y cobardías pa dentro

"Sin perder nunca la clase, la señorita", "Siempre un caballero", "...estuvieron a la altura de la situación"...
La bienadmirada civilitud de las sociedades modernas, alérgicas a la introspección grupal y la crítica de la misma forma en que lo son individualmente todos sus componentes no es más que una proyección de la cobardía de decirse a uno mismo la verdad.
La amabilidad, la asertividad, las reputas buenas costumbres, las máscaras de sonrisas gigantescas, son la vuelta a la madurez de la hipocresía. Estas respuestas automáticas, recetas estúpidas para las conciliaciones que sólo quien no piensa acepta por auténticas y los que piensan un poco aceptan a pesar de su falsedad, no hacen más que apuntalar a la gente en la idiotez más sofocante, en la supresión de cualquier iniciativa de admirar la creatividad... va volviéndonos excepcionalmente adaptables a una sociedad pesada e inepta...
Existen, para fortuna de mis compinches ácidos, los espejos milagrosos que revelan, en las fotos sonrientes de las bodas, la intimidad que esconden con sus cuerpos la novia y el amigo de la novia: las manos que le devoran las nalgas arrugándole el vestido.

jueves, 23 de julio de 2009

Tararí

Tanto
y tanto tiempo
amenacé
con que me iría
con la primera
que me quisiera,
que un día
llegó por fin
y me quiso
de verdad,
y de verdad
no pude
irme con ella.

miércoles, 22 de julio de 2009

Está prohibido.

Necesito que me pongas mucha atención. No vayas a intentar confirmar lo que digo, no trates de convencerte de que es de otra manera, no te distraigas, no hagas nada que no sea escuchar. Es necesario que dejes de pensar y que lo hagas de inmediato. Confía en mi... Querría explicarte de golpe, como si estuvieras tomando tú conciencia de mi conciencia, el riesgo enorme que corres si te mueves o si tratas de hacer lo que te advertí que no hicieras, pero no puedo. Las cosas tienen una hilación forzosa y si aún tienes deseos de ser, es imperativo que no pierdas tu absoluta inmovilidad.

Las reglas que creamos son susceptibles de ser reclamadas o violadas y ninguna consecuencia espectacular es observada, por terrible que sea. Nuestras reglas tienen vigencia y tienen límites.

No te atrevas

todavía

a parpadear.

Voy a mostrarte un mundo del cuál no todos son concientes, pocos conocen y menos reciben la bienvenida. Este es el mundo de las reglas que SON. De ésas que son ajenas o, más bien, dueñas de toda conducta.

Este mundo no pregunta si le faltas o te falta. Te engulle, simplemente, y te perpetua. No te elige, sino te comunica que eres parte de él. Sus reglas no son divulgadas y, sencillamente, no pueden romperse. En este mundo que te muestro, "no se puede" tiene una solidez imperturbable y "está prohibido" adquiere su máximo misterio.

Si todavía tienes intenciones de ser, de ser lo que sea, aunque no lo sepas, pero ser, entrega ya mismo tu voluntad, pues no hay existencia que pueda concebirse sin hacerlo.
Ahora te doy la bienvenida al mundo de las cadenas invisibles, de la libertad de hacer cualquier cosa que te esté permitida, de soñar con romper, pero no romper. Ya que me has escuchado, acéptalo. No intentes reprocharlo; está prohibido.

martes, 14 de julio de 2009

La juventud era él.

Cada tarde se sentaba doña María con una taza de canela en la puerta de su casa a ver la lluvia que cayó el dieciocho de julio del sesenta y cuatro. En medio de la cuadra, desanimando hasta al viento, se le oía decir:
- La juventud emigra.

Doña María, que antes de doña fue sólo María y no era de Manuel más de lo que era de ella el agua del río que la bañaba sin darle aviso de la agudeza de mis ojos detrás de la arboleda, bebía de la taza repitiéndose que ésta era la última tarde que pasaba sin saber por qué se fue un día Manuel sin decir nada.

Cada tarde se acababa la canela y se iba a llover los recuerdos a la recámara y cada tarde era terca vencedora del ultimátum débil de María y negaba la lluvia añeja y la nueva.

La partida de Manuel era la fuente de todas sus preguntas. Con él, los misterios del mundo tenían explicaciones de una sencillez insospechada , pero su ausencia había sido entera y definitiva, y Manuel había arrastrado con sus pasos todas las respuestas.
- ¿Cómo se explica que tengamos prefijos de dones si el tiempo nos va enchaparreciendo y despintando hasta el pelo? Los años han de caernos entonces encima y la gente ha de leernos de arriba a abajo... pero Manuel no se yuxtapone a ningún don y nada puede leerlo.

Hasta el día que se fue, María nunca dudó del buen corazón de Manuel. A veces pensaba que se había ido con una mujer más joven, que lo había perdido todo en el juego, que se había llevado su alma el diablo... pero nada de esto es cierto. Yo estuve ahí la noche que se fue Manuel sin decir una palabra y nunca quise arriesgarme a decir la verdad.

Esa noche, durante su ausencia, yo planeaba aprovechar el sonambulísmo típico de María para recordarla toda la vida. Al principio estaba convencido de que María estaba soñando, pero ahora lo dudo un poco. Me senté con ella al borde de la cama, tomamos un carajillo y llegado el momento me pidió que le trajera un vaso de agua. En la cocina estaba Manuel, burbujeando palabras ininteligibles, sentado al fondo de la pila. Lo saqué de los cabellos y lo abofeteé, pero no pude entender sus balbuceos. Corrí a la recámara a ver a María y la hallé encharcada en la cama, como si se hubiera desprendido de todas las sonrisas a través de su sudor. Yo ya no quería recordarla para siempre. No así. Volví a la cocina, donde Manuel recuperaba el habla sin hallar la lucidez y así es como supe lo que debió saber ella.
- Hay ilusiones mías que se destripan entre ellas. Puro egoísmo perfumado, vieja. Yo no aguanto ver al mundo partiéndose por los caprichos míos... al mundo que es mundo sólo porque yo lo nombro. Estoy muy triste, vieja. No digas que no quieres verme así, que si me quieres has de querer verme, como sea. El problema es que yo quiero y quiero y no puedo querer dos veces. Querer tres es demasiado, vieja. Me quiero de esta manera y te quiero a ti y quiero que no me cambies ni te cambies. Querer tres es demasiado, vieja. Estáte bien.

Y así, cambiando su permanencia por la esperanza de la felicidad de ella, se fue chapoteando los huaraches en el lodo de la llovizna repentina que cayó el dieciocho de julio del sesenta y cuatro y paró cuando logré despertar a María, quien existió desde entonces con el alma inmóvil, como clavada en la tierra que absorbió la lluvia del sudor donde se disolvieron sus sonrisas; en la misma tierra que se comió las huellas de la partida de Manuel el día que todos los misterios del mundo se volvieron de pronto indescifrables.

lunes, 13 de julio de 2009

tictac sueños, tictac ecos

No hay pasos que retumben de noche en la era electrónica. Hacía unos años yo había aprendido a dormir sin temerles tanto, velado por las luces de la calle que pasaba por encima de mi casa. Los gallos han dejado de ser un despertador para convertirse en estorbos para el sueño; marcan la hora de dormir, pero impiden el descanso.
El acto de meterse en la cama se ha vuelto una cucharada mala de jarabe, los despertadores con sus pitidos diabólicos ya son menos alarmas de bomberos y menos campanitas celerinas. La lluvia ya no viene del cielo, sino de los aspersores y no arrulla de la misma manera. No hay arrullo suficiente cuando se tiene la cabeza llena de preocupaciones. No hay nada más absurdo que preocuparse por cosas de las que se está convencido que carecen de importancia suficiente. El acto de meterse en la cama desata la cadena de asco que precede a un placer cuya intensidad no ha variado con los años, pero ahora estamos tan cansados que somos inconcientes de su comienzo cada noche.
Esta era electrónica da una falsa sensación de cercanía. Soy torpe a la hora de reconocer mi tictac debajo de la piel. Esta era electrónica se ha empeñado en cambiarnos por realidad virtual la fantasía y yo ya no quiero vivir aquí. Me declaro en la época equivocada y exijo que quien me puso aquí me saque de inmediato o me quite de las pestañas la pendejez y la ceguera.

viernes, 10 de julio de 2009

Del café y los palpitares

Una mesa sin manchas de café no es más mujer que una cama con sábanas virgenes. No se adivinan en sus tablas los viajes espirales que revuelven los recuerdos y la imaginación, porque no hay huellas dónde encajar ninguna caminata. El café guarda en sus aromas los motivos que impulsan al azar a ser impredecible. El café tiene la memoria de todas las intenciones del mundo, y no derramar una gota sobre la mesa es privarla de la conciencia sempiterna de nuestros deseos, porque el café también nos descifra a nosotros. No mancharla de nuestra activa inconciencia es egoísta, es como no sembrar en los poros del colchón besos que vayan a abrazarnos de noche a nosotros, a ella, o a cualquier beneficiario ocasional de nuestro cuarto; es como no sudar alcohol encima de las brasas que nos marcan a uno propiedad del otro, o alquiler del otro, o parte del otro, o el otro.

El oficio de maravillarse tiene pautas de escasos grados de libertad. El café lo sabe desde siempre y combina el orden de los desvelos para lograr distintos resultados. Lo que es invariante es que comienza diciendo te quiero y abraza. De ahí en adelante, nunca somos suficientemente viejos para saber qué esperar y nadie ha vivido suficiente para descubrir su proósito verdadero.

Ella era ciega a todas las sutilezas. El café se le resbalaba como al plástico y no tenía corazón de árbol ni pasados boscosos ni los oídos sensibles con los que se descifra el dialecto de los follajes. Tenía desde siempre deseando un abrazo y un te quiero y la levitación mínima que pudera mostrarle el siguiente paso. Esa noche volví de la calle con la lluvia en los zapatos, resuelto a mostrarle el mundo extralitosférico que no conocía. Esa noche traía yo una mujer, y como toda mujer tiene el café en las entrañas, la levanté como en un sacrificio, le evaporé la lluvia a oscuras y, en medio de toda esa niebla, se la derramé encima.

Todos los desayunos posteriores resultaron extraños. Toda taza de café que se posaba en la mesa adquiría un gusto de cemento exaltado, de orgullo de abuelos y agitación de muchacha... y en cada momento había un murmuro siseante de una constancia tal que cuando se agotó la pila del reloj, no hubo necesidad de reemplazarla.

miércoles, 8 de julio de 2009

Asaltos de la vida cotidiana

Tu tiempo es mi tiempo y es el mismo de todos sólo porque estamos demasiado cerca. De tu tiempo y el mío y la sensación ilusiora de que fluye, de que lo tenemos a mano aunque no podamos detenerlo y existimos dentro de él, surge el primer asalto. Al tiempo no lo tenemos más que cuanto somos tiempo. Nosotros dentro del tiempo o el tiempo dentro de nosotros son imágenes que nos sirven únicamente para representar nuestra propia mortalidad; la utilidad de nuestros actos. Tu tiempo es solamente constante para ti y lo mismo sucede con el mío. El despojo colateral del primer asalto es la pérdida total de la esperanza de ser más grandes y vivir a prisa para vivir más. Con nuestro tiempo medimos el tiempo de todos los demás, como medimos cualquier cosa al compararla con las cosas nuestras. Respecto al tiempo sucede que lo único nuestro es la sensación de su existencia (hasta donde pueda afirmarse que las sensaciones, por el simple hecho de sentirlas, nos pertenecen), como ocurre con todos los alrededores. Nadie puede proclamarse propietario de un color, de un pedazo de tierra, de un trozo de aire, ni siquiera de su propio cuerpo, porque en algún momento el cuerpo mismo lo abandona; se enmascara, si, pareciendo el mismo de antes en cada momento, pero con tanta comida y tanta mierda, con tanta respiración, tantos orines, lágrimas, escupitajos, contactos, seguro es que no somos los mismos átomos que eramos hace veinte años.

De este concepto del yo cambiante nace el segundo asalto. Éste es especial porque está efectuado a dos manos; nuestro cuerpo no es el mismo en dos instantes distintos y tampoco lo es nuestra mente. El concepto de identidad se derrumba ante nosotros y ni siquiera el de evolución o el de efímero pueden remplazarlo con plena satisfacción. Ante la imposibilidad de definir con firmeza lo que somos por lo que recordamos, lo que hemos hecho o lo que hemos sido, lo que pensamos, lo que sentimos, tenemos que recurrir al recurso desesperado de añadir a la larga definición: "y en lo que hemos de convertirnos". Pero esto filtra el azar en nuestra respuesta y no es más acertado que decir, con más simplicidad: "no sé".

Al pensar en nuestra propia identidad como una colección de objetos pasados bien definida, al menos a la luz de nuestras medidas, y una colección de objetos futuros bien borrosos, uno no puede evadir la sospecha de cierta malicia en la concepción del mundo, o de una estupidez inconmensurable en nuestro oficio de responder las preguntas de la vida. Para dar una definición incólume de nuestra identidad, uno recurre a fijarla de todas las condiciones conocidas. Pero un solo argumento suelto, dejado al azar, nos imposibilitaría responder con absoluta precisión a quiénes somos. Nuestra otra opción, tan milagrosa como la anterior es permitir a propósito los cabos sueltos, los azares, y afirmar que de hecho recorremos todos los caminos posibles y bifurcamos para adelante y para atrás y el yo que te responde ahora no es el mismo yo que te respondería si juanito no hubiera estorundado (dejando de lado que ayer me rompí una uña, y si no lo hubiera hecho las condiciones serían distintas). ¿Cuántos cabos sueltos? Al parecer todos, porque no podemos tener un infinito no numerable de condiciones controladas, y entonces nuestra bonita respuesta sería: "yo soy todo". Bien por los narcisistas.

De fijar todas las condiciones resulta un universo susceptible de ser conocido a priori, y la respuesta precisa de quiénes somos, pero también la desaparición total de nuestro libre albedrío. Habiendo aceptado previamente que nos definimos por las circunstancias del mundo, lloramos porque el dejar tan sólo una condición al azar arroja una infinidad de posibles identidades nuestras, por no hablar de lo que pasaría al dejar todos los cabos sueltos. De esta dicotomía endiablada, en la que no podemos hacer más que perder, nace el tercer asalto.

De los despojos sufridos por primer asalto y el segundo podemos culpar sin sentir remordimiento a la cultura arcaica en la que nos hemos desenvuelto, pero ¿hacia donde gritar para recibir auxilio por los daños del tercero? ¿a quién hemos de acusar de no habernos dotado de una conciencia natural del infinito? Nuestra búsqueda de dios, frustrada en tan numerosas ocasiones, nos empuja a rezar el credo supremo de estar agradecidos por lo que se nos da, en vez de clamar a quien tenga que clamarse porque nos quite la estupidez y la ceguera, por que nos haga, en verdad, a su imagen y semejanza.

Irónicamente, y para confirmar la malicia, en esta encrucijada, debemos elegir elegir o elegir no elegir. Irónicamente, la sugerencia es que lo único que de verdad nos pertenece son la conciencia y la fe, que nos son, además, inalienables.

martes, 7 de julio de 2009

Cua cuá

Me derrite incandescente
esa vocecita de ángel,
ese solo suspírico
del concierto de la tarde.

Me desborda tu canto.
Tu voz no promete
el horizonte borroso
de un suspiro de angel.

Tu canto no es canto
sino súplica. Tu canto
vuela y no imagina
que arrastra la vida.
Tu canto no es canto
sino sordo gemido.

lunes, 6 de julio de 2009

Fantasma

Había estado encerrado durante meses, dedicado por completo a la contemplación de la estela púrpura de su aura y al estudio minucioso de toda pista que pudiera revelarme en sueños la ubicación en la que quiso ocultarse. Yo había sido sitiado por el tiempo en numerosas ocasiones y había acabado por perderle el miedo. Sabía que el agua y la comida eran sólo paliativos del hambre verdadera del alma y decidí echar todos los suministros por la ventana. Estaba francamente dispuesto a encontrarla o morir en el intento. Con el curso de las semanas se fue haciendo claro que afuera el mundo se había cansado de mantenerse entero en sus galopes circulares y ahora comenzaba a disolverse en el espacio. El sol se hacía más grande cada vez y cada vez la luna se mostraba menos, debilitada hasta la antipatía por la repetitividad de todas las órbitas.

Me vi forzado a un cambio inminente de estrategia, un intento desesperado de hallarla antes de que todo acabara. Era, en realidad, el abandono impulsivo de toda estrategia, el patalear sin rumbo de los pies de los ahorcados, que conocen por experiencia vitalicia que no se puede nadar en el aire pero lo intentan de todas formas. Vagué. Me hallé surcando el pavimento entre ventiscas lluviosas cada vez más apocalípticas.

El día que dejé de elevar mis plegarias al cielo lo hice convencido de que el dios al que todos rezaban carecía de bautismo. Pasé cada día posterior a ese momento tratando de hallar un nombre que se adecuara a su misterio y a mis sospechas injustificadas de su ubicación. Toda intención de crecimiento espiritual se perdía como las cartas sin destinatario, y como el remitente siempre era yo, mis plegarias venían a mi justo después de haberlas echado al aire. Resolví entonces que, como dios había existido siempre y yo no recordaba haberlo hecho, entonces tendría que habitar dios dentro de mí. Pero además dios está en todas partes y yo nunca pude expandirme seis metros más allá de mi piel, y sólo supe de cuatro personas que recibían extraviadas plegarias mías. Intenté llamarle El Múltiple, pero pronto empecé a percibirlo como un monstruo de infinitas cabezas que se colaba en todo y el nombre no duró mucho. Me molestaba el concepto de vacío, la enorme violación de la intimidad que existiría si hubiera algo en todas partes, y decidí darme una tregua.

Nunca, hasta hoy, intenté volver a pensarlo. No se por qué salió del exilio al que lo condené y volvió a dibujarme en los oídos la ruta de regreso hacia ella. A veces hasta creo que, en la medida de sus posibilidades, la hizo lo más corta posible. Escapé de la tormenta metiéndome en una puerta angosta que escupía unas escaleras ásperas, oscuras y larguísimas. El sonido del paraíso venía de ahí dentro y yo corrí a recoger cualquier migaja aunque tuviera que robarla.

Ya estaba ahí, detrás de unas cortinas de lágrimas de hielo, estaba ella. No gozaba ya de la fascinación antiquísima que le hacía teñir el mundo del color del hambre de quien la miraba. Se paseaba por encima de todos sin desear la más mínima veneración y se había vuelto hipermétrope de los afanes del mundo. Vestía anacrónica para ocultar las pantorrillas y para despistar a sus espectadores furtivos, que la miraban cuando ella no los veía, ya estuviera de frente o de espaldas. Qué delicia. Ellos eran un público nuevo, maravillados hasta la euforia por haber descubierto en su voz mundos a los que habían estado ciegos, ubicados en medio de todo lo que habían visto, en los espacios donde creían que había sólo nada, mundos que seguían estando más allá de su imaginación, y les resultaban completamente indescriptibles, irreproducibles e inútiles.

Yo había aprendido, años atrás y en un sitio distante, a desenmascarar de detrás de la sombra de su sombrero tinto de Al Capone su cara, y de debajo de sus encajes violeta, una agilidad intempestiva y violenta, ajustada solamente por los latidos de un rincón de voluntades fortuitas pero caprichosamente atinadas. En su aliento se respiraba el aire de quienes conocen ya todos los caminos y yo no tenía más intención que recuperarlo.

Esperé toda la noche en una esquina poco iluminada, lejos de la concurrencia que había viciado con su asombro el lugar. Había más razones para alejarse, como guardar la distancia con los espectadores, que sucumbieron a una idiotez paralítica que les hacía llenarse de baba sus propias copas; o negar la decadencia del presente, que nadie además de mí podía notar mientras durara su canto; o el tiempo estancado entre las mesas y el techo; o la calidad translúcida, cada vez más evidente, de mis extremidades inferiores.

Hizo una pausa. Fue largamente aplaudida y bajó a la barra a tomar una copa. El mundo no acababa de recuperarse de la inercia de la inmovilidad y yo corrí a encontrarla. Choqué con todos sin tropezar con nadie. Me acerqué por detrás, la llamé y el lugar entero se llenó de espanto. Los clientes respiraron de pronto el tiempo perdido y se agolparon en las escaleras.

Ella estaba apretada contra la barra, incrédula, vuelta hacia mi. "Soy yo", le dije para calmarla, y el terror se le escurrió hasta las piernas. Extendí mi mano para acariciarle el pelo, pero no pude tocarla. En medio de un grito huyó, tropezando con todo, menos conmigo.