martes, 18 de agosto de 2009

El impostor (llegó, hizo su desmadre y se fue)

Venía de los oscuros páramos de Siberia, de las aguas revueltas de El estrecho de Magallanes, del faro gigantesco de La Cruz del Sur, de la subacuática ruta prohibida de la Atlántida, de un desierto vanidoso que cambiaba su finísimo peinado, de ponerle al diablo una patada en el culo y de haber sucumbido al ensimismamiento cíclico y perverso de los bárbaros del norte, pero ésto no se lo contaba a todos.
Su relojería se hallaba dilatada en cierta forma y era imposible comprender cómo encajaban sus ciclos con los de la tierra, si es que alguna vez lo hacían. Mientras el mundo dormitaba se aislaba él de los sueños del pueblo y se tumbaba bajo el sol, como si tuviera la sangre fría y necesitara nutrirse de pensamientos lejanos. También cuando el mundo dormía y el sol estaba oculto se tumbaba a mirar las estrellas y había hilos brillantes de vapor atados a sus pestañas y era clarísimo que podía hablarles aunque estuviera nublado, pero los bárbaros del norte no lo entendieron jamás. Tenía las huellas de los bárbaros en las ojeras y en la espalda y a causa de ellas se había vuelto callado.

Las primeras veces que coincidió con nosotros en las tabernas se camuflaba con las sombras del rincón y parecía que todo flotaba menos él. El ambiente, incluyéndonos a nosotros, era susceptible de ser borrado de un manazo, como a una voluta de humo. Fuimos sanándolo poco a poco con nuestra cercanía y él, a cambio, fue materializando cada vez más porciones de pueblo, para que no fuera a llevárselas el viento. Y así, guiados por sus risas ultramarinas fuimos metiéndonos en el vapor de su memoria y nos hicimos de un pasado que venía de lugares que conocíamos sólo por la imaginación y pronto el mundo dormía mientras atravesábamos las nubes y el día para ver las estrellas, y el pueblo, al que no le resultaba evidente que fueramos fluidos hablantes de la lengua sideral, fue borrándonos de su lista. Que desvanecieran nuestra existencia nos dolió, más que por el simple rechazo, por la ingratitud hacia este mundo nuevo que se iba materializando ante sus ojos, y nos dejó una cicatriz que nos llevó a nombrarlos bárbaros, y nos exiliamos antes de que nos mataran.

Así, guiados por la imperceptible impostura del maestro, fuimos aprendiendo. Nos convertimos en deliciosos vencedores de nuestra rutina y conquistamos títulos sólo para nosotros. Vencimos al feroz mar, nos perdimos en la niebla y enarbolamos nuestra bandera magnífica en todos los paisajes. A todas partes llevamos con el viento el alma de La Cruz del Sur y, en nuestro paraíso insular, levitamos amando sus mujeres maravillosas. Nos coronamos sin saberlo reyes absolutos de la imaginación y, sin saberlo también, perdimos al maestro un día.

Nos trajo de vuelta a la vida nuestra evidente desnudez de siglos a la intemperie, nuestras patas encharcadas, nuestras canas polvorientas. Fue así como nos encontramos derrumbados históricamente. Fue así como descubrimos que la gloriosa bandera de La Cruz del Sur de todos los paisajes era nuestras camisas rotas amarradas a un palo y que el gran faro era un arbolito desde el cual nos cagaban todas las noches los zanates y que a cien metros de ahí estaban las puertas de nuestro pueblo, amnésico de todos nuestros favores y leyendas, y que ya ni los niños se molestaban en burlarse de nosotros.