sábado, 28 de noviembre de 2009

Que te calles, dijo la marea.

Esta liturgia lleva a la ruina, esta rutina hiptotiza y su camisa de fuerza preserva todas las calmas. No hay palabras que te muevan, no hay muecas ya ni memorias de aromas que puedan traerte. Voy a olvidarte, voy a olvidarte, voy a olvidarte.

Si mueves un pez asoma en la piel el deseo de sentirte, envoltorio hasta en los cabellos, pero no lo mueves. Lo que hiere es que decidas no estar, no estar... Sigo el desvarío rítmico, repitiendo frases que hagan eco para revivirte y sigo juntando las manos para atrapar tu cuerpo escurridizo, pero está todo roto y el cielo está vacío.

Acúsola, hueco del horizonte, de seguir inmóvil aunque esté yo parado con el agua hasta el pecho, fabricando con mis vísceras las ondas que debería producir ella. Dile, horizonte finado, que es éste el odio más inexorable, que se lo trague y que lo esparza en todas sus aguas.

Asi estaba yo, balbuceando los rencores del alma, cuando la mar despertó y me metió en el hocico enorme que poseo una ola entera de sal, y me hizo vomitar en medio del más violento y áspero revuelco de toda la vida.