martes, 24 de agosto de 2010

Si te vas

Si te vas, haz el favor de envolver los recuerdos que tienes conmigo, llevártelos y no abrirlos.
Si me voy yo, ocúpate por favor de envolverlos de la misma manera y enterrarlos.
Si nos vamos los dos, concédeme el placer de dispersarlos debajo del colchón, para que todas las historias que tuvimos sin ataduras se evaporen al calor de otros cuerpos, aunque quizá luego sea uno de ellos el tuyo.

lunes, 23 de agosto de 2010

Ahí tienes

Ahi, perdido el miedo,
tienes toda la vida
a mi corazón durmiendo
prendido a tu cintura.

martes, 17 de agosto de 2010

Vámonos

Las ganas de escapar, el futuro entero, desde el comienzo del tiempo, cabían en una botella de oporto.
Nosotros nos saboreamos mientras duró la oscuridad. No paramos de aprehendernos con la piel, de engancharnos con la lengua, de jugar a aislarnos de todo lo demás.
Compartimos la última gota de vino en tus labios antes de rendirnos al sueño.
Despertamos dos horas después dentro de una cajita de música, con el sol que entraba sin filtrarse en nuestras pupilas y con la ilusión en los tobillos, porque llegó la luz a enseñarnos que las noches nuestras, no por rebosar de magia se vuelven menos esporádicas y que, por eso, vienen seguidas invariantemente de un amanecer tan colmado de angustia que la derrama y de la más soporífera de las desesperanzas.

domingo, 8 de agosto de 2010

Entomólogo II (de cómo me encontraron)

No todo el tiempo fui un insecticida. Después de la segunda infancia decidí asumir una actitud más bien pacífica hacia los insectos. Me asustaban tanto los reptiles que ninguna ambición tenía por temer. Y entrado en la adolescencia aprendí algunas de las ventajas de la muerte y supe que no tendría ninguna escapatoria si los insectos decidieran alguna vez atacarme. La clave era que, al vivir menos tiempo, evolucionaban más a prisa.
Toda la vida he sido un cabeza dura. Dura como el caparazón de los escarabajos. Llegué a creerme inmune a sus ataques por estar compuesto de la misma materia primitiva, pero ellos no parecieron reconocer esta similitud como un lazo familiar; tampoco lo hicieron cuando traté de explicarles que las células que nos formaban eran similares. Aunque nunca me atacaron todos al mismo tiempo, nunca me creí que fuera por una cuestión de debilidad propia de los invertebrados, ni de la intimidación que yo podría provocarles. Sospechaba, aunque no la reconociera, una suerte de guerra de desgaste en todos sus movimientos.
Hasta antes de que el alacrán me encontrara siempre me jacté de lograr correr más a prisa de lo que los insectos podían perseguirme. Me mudé en varias ocasiones y tan seguro me sentí que cometí un descuido: una noche que había sido mágica acabó siendo inconcientemente devastadora. Tuve la mala fortuna de inundar un nido de arañas y que sobrevivieran algunas. Me siguieron a mi casa.

Entomólgo I (de cómo descubrí a los insectos)

Yo tenía un pabellón amarillo y un guardián que mataba a los insectos. Nadie que no fuera mi propia persona entraba al pabellón: entrar sin ser yo estaba penado con la muerte súbita que causaba el guardián de mi pabellón.
Mi pabellón cedió ante los años y los ataques de los insectos. Pronto comenzaron a entrar mientras mi guardián dormía y mientras dormía yo también. Fueron listos: se metieron en mis sueños.
Mi primera pesadilla fué una araña que se agregaba patas cortándome los dedos. La segunda fue estar colgado de una telaraña que cedía ante la gravedad hirviente del infierno.
En el cumpleaños sexto de mi existencia decidí, de manera inconciente, internarme en sus debilidades. Descubrí así que no tenían esqueleto y que mi guardián no era el único que podía matarlos con las palmas. Me convertí, durante el próximo año, en un asesino de insectos sin alas.
Habrán clamado por ayuda, me imagino. La primera vez que fui gravemente atacado por un insecto con alas fue vergonzosa: la abeja estaba tendida sobre la arenita de una playa que no merece remembranza; tendida e invisible y muerta... y yo la pisé.
Tuve algunos otros encuentros desafortunados en los años posteriores y fui emprendiendo lentamente la retirada.
Sobreentendí que me habían perdonado.

Entomólgo final (de cómo murieron los insectos)

En la madrugada de los insectos, el lago quedó seco porque dentro de él se arremolinaban millares de flagelados que se afanaban en romper la capa de alas que cubría la suberficie. Querían ver la luz. No llegaron a enterarse de que aquello que los sepultaba era el lecho donde caían en espiral los cadáveres de suspadres luego de haberse quemado por haber volado demasiado cerca de la luz.
Siguió a esto el más silencioso de los amaneceres, porque no hubo más zumbidos y hasta los pájaros callaron ante la desesperanza del hambre futura. Entonces estuviste por fin tranquila y te echaste a dormir con un brazo cubriéndote los ojos, ignorando la inminente proximidad de la sed, extasiada por el bendito y súbito silencio, cuyo mayor prodigio fue espantar el insomnio y abrir ante ti la puerta del mundo de los sueños.
¿Qué ibas tú a saber que el bendito silencio y la profana sepultura de lo que murió en el lago iba a matar al mundo entero? Tu cerraste la puerta tras de ti y tampoco llegaste enterarte que no iba a volver a abrirse: para ti ni para nadie; para entrar o para salir.

lunes, 2 de agosto de 2010

El día que volví a Cabo Esperanza las cosas estaban todas iguales que antes. El cielo del mismo azul resplandeciente, profundo y tropical, a pesar de la altura, incapaz de dañar a nadie. La diferencia única de hoy y antes es que en todas partes existe tu cara. En todas las imágenes se filtra tu sonrisa y en todos los labios se adivinan los tuyos.
Las faldas del verano mostraban tus piernas y yo presentía tu sexo debajo de ellas. No eras tu. Yo lo supe.