jueves, 17 de septiembre de 2009

La cacería

Amanecí con tu alma en las rodillas, sangrando de tantos nombres, derrumbada a media huída. Tenía los brazos tendidos rumbo a la ventana, por donde huyó el polvo de oro de la tarde anterior. Yo levanté tu alma y la cobijé cuarenta días hasta que se secó por completo. Pienso que se murió tu alma y que le salió el alma por la boca como a nosotros también se nos sale del cuerpo cuando morimos, y se me para de helada la sangre. Este cadáver de alma es peor que una flor marchita, que la carne disecada encima de los huesos y peor aún que un esqueleto quebradizo. Este cadáver de alma es tanto la representación de la muerte definitiva como la representación definitiva de la muerte que no acaba jamás; porque ¿qué si mi alma se encontró en sus rodillas a tu alma herida una mañana? ¿y qué tal si todos los nombres que se sangran hacen sangrar en cada capa hasta el minúsculo infinito?
Ya no quiero guardar yo bajo mis sábanas esta alma muerta. Mi cama no es un cementerío de cacerías interminablemente frustradas, sino el santuario de los sueños. En mi cama puede filtrarse cualquier fantasma de tu recursiva presencia, pero, bajo ninguna circunstancia, permito que se muestre invocación o referencia alguna de la más pequeña de tus muertes. Yo estoy convencido de amarrarme a la muñeca el cadáver mutilado de tu alma y echarlo por la ventana para que me arrastre por el viento, porque a tu alma y a mí nos desfasaron por haberme alguien encontrado culpable de ser la más mala de las malas compañías.

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