sábado, 28 de noviembre de 2009

Que te calles, dijo la marea.

Esta liturgia lleva a la ruina, esta rutina hiptotiza y su camisa de fuerza preserva todas las calmas. No hay palabras que te muevan, no hay muecas ya ni memorias de aromas que puedan traerte. Voy a olvidarte, voy a olvidarte, voy a olvidarte.

Si mueves un pez asoma en la piel el deseo de sentirte, envoltorio hasta en los cabellos, pero no lo mueves. Lo que hiere es que decidas no estar, no estar... Sigo el desvarío rítmico, repitiendo frases que hagan eco para revivirte y sigo juntando las manos para atrapar tu cuerpo escurridizo, pero está todo roto y el cielo está vacío.

Acúsola, hueco del horizonte, de seguir inmóvil aunque esté yo parado con el agua hasta el pecho, fabricando con mis vísceras las ondas que debería producir ella. Dile, horizonte finado, que es éste el odio más inexorable, que se lo trague y que lo esparza en todas sus aguas.

Asi estaba yo, balbuceando los rencores del alma, cuando la mar despertó y me metió en el hocico enorme que poseo una ola entera de sal, y me hizo vomitar en medio del más violento y áspero revuelco de toda la vida.

jueves, 29 de octubre de 2009

El pecado original

¿Quién vino a devolvernos,
burbuja de llanto
voladora y plana,
huella de los sueños
de los ojos abiertos,
las carcajadas
rellenas de caducidad?
¿Quién, demonio zigzagueante,
nos sembró en el pecho
rebanadas rojas de manzana?
¿Quién nos entorna los ojos
a la sombra del cielo
debajo de un árbol?
¿Quién nos junta las pestañas?
¿Quien nos junta el horizonte
y el deseo para que anden de la mano?
¿Quién nos llama latidos,
quién nos llama suspiros?
¿Para quién lloramos
nuestra esclavitud,
demonio, a los parpadeos?
¿Quién nos jala con violencia
desde todos lugares?
¿Quién se muere por mi demonio
a la sombra de un árbol?
¿Quién entre el follaje
se muere por mí?
¿Quién blande la filosa expresión
del imposible en tu nombre, demonio?
¿Quién querría partirte, decantarte
besarte a ojos entreabiertos,
negando los horizontes?
¿Quién querría incendiarte,
sueño difuso, con la piel?
¿Quién tiene, esculpe
y derrocha tu presencia
mientras pregunta tu origen
a las ramas del árbol?

domingo, 25 de octubre de 2009

Desdícete

Te doy esta noche
para que la pases callada.
Sólo el final de este día
y el comienzo del que sigue,
para que veas el silencio
rebasándote, te doy.

Mañana entero, y el día después,
son tuyos para que te desdigas,
para que simules con absoluta perfección
que yo inventé este naufragio,
que no hay rastrojos, si no los que imaginé,
que no hay pobladores del victimario;
para que afirmes, con total seguridad
que, pasados unos días, se vuelve esquiva,
resbalosa, inevocable, tu voluntad,
te doy mañana y el día que sigue.

Te doy los segundos posteriores
para que hagas el favor
de congelarte un momento antes
del día en que te hallé
terriblemente incompleta.
El futuro entero,
para que lo ocupes
en marginarte de mi ahora,
para que mantengas tu condición
de ave de ensueño y de paso, te doy.

miércoles, 21 de octubre de 2009

Cazar la luz

Hace años viajábamos en el asiento de atrás del coche. En los semáforols, los rayos del sol se metían por las ventanas y a veces caían en las palmas de nuestras manos. Mi hermana y yo cerrábamos los puños para atrapar la bolita de luz, pero la bolita brincaba a nuestros nudillos. No lo sabíamos entonces, pero lo único que lograbamos cazar eran las sombras.

domingo, 18 de octubre de 2009

Amor pop

¿Para quién bailas, bailarina?
¿A quién dedicas tu espalda de cobra en medio de la música?
¿A cuál de todos mis fantasmas miras cuando no me miras a mí?
¿De quién es el viento, bailarina, que transita tu entrepierna?
¿En quién te enredas en verdad cuando trepas ese tubo de bomberos?
¿Para quién sacudes el velo a cuadros de tu falda?
¿Por quién deseas no repartir tu mirada perdida entre el público a oscuras?
Dime ya por quién bailas, bailarina, antes de que termine mi cerveza. Dime que el aire curva tu mirada y que cae siempre en mí aunque no sepas la ubicación de mi butaca. Dime que cada vez que cruzas las piernas estás intentando cazarme entre tus muslos. Dime que sabes que no engañas a nadie con el pop inocente que enmascara tu libido.
Dime que si estás de pie, bailarina, es porque no me has hallado todavía.

miércoles, 14 de octubre de 2009

switching from there to here

your excellence:
i pray you may tell me where the button to switch from wrong to right is. i pray you tell me how to switch from tales to poetry and not die trying.

martes, 13 de octubre de 2009

Se cae de sueño

Se abrió un hoyo
violento en la tierra
con soberana locura
como si fuera la calle
el hábitat natural
de un sueño atormentado
y por ahí se fueron
los peatones
y los perros
y los autos
y las nubes y los pájaros,
misteriosos solidarios.

Todo se quitó de encima
de ese bostezo de planeta
y todo cuanto cayó dentro
aportó su propia dosis
de este terror pegajoso
que nubló las estrellas
hasta en la memoria.

Todo, hasta la luz, se fue
a los pulmones del mundo,
y la claridad que surgió
de este vacío debió sólo ser
un milagro de su distracción.

Fue sólo por sus brazos,
por sus codos, que desdobló
millares de veces
su imaginación
en la caída interminable,
por su pelo,
por su cara
de éxtasis
forastero,
por su calma
sorprendida
en mitad
de la aventura,
por la danza exótica de su risa
y su ignorancia y su ansiedad
y el placer imprevisto
del final de su infancia,
que no se acabó el mundo
el día que se puso triste
y suspiró.

lunes, 12 de octubre de 2009

Le llamaron lluvia

Pasó por aquí
goteando fantasía
y encharcó la tierra
con sus sueños.

Pasó sin prisa
con la piel temblorosa
tragándose la oscuridad
con sus pupilas.

Pasó embolsando las nubes
y electrizó el rocío con su canto.

Dicen que llegó volando
y paró de a poco como un globo
y clamó venir de todas partes
mientras flotaba todavía.

Dicen que los miró a todos
como si fuera a explicarse
y que cuando tocó la tierra
se borraron las veredas.

Pasó un segundo por aquí
a avergonzar los lagrimales
y se hizo hierba
y no dijo nunca
de donde venía.

jueves, 1 de octubre de 2009

La búsqueda inútil del amor

La diferencia única de esa noche y las del resto de su vida después de su temprana adolescencia fue que se acostó boca arriba en un lugar donde las palmeras dejaban ver el cielo. La brisa, el siseo de las olas, el licor delgadísimo, su sonrisa teatral, sus uñas enarenadas, la compañía lentamente variable, eran todas parte del mismo estupor que tenía prendido entre las sienes y las orejas desde los catorce años. Magdalena, una vez y media más vieja que su pasmo, se entregaba a la devota pero desgastada esperanza de comulgar con el sudor de un desconocido y acabar por aprender a fondo todos sus impulsos y su orografía.

No siempre fue su intención recuperar la viveza de todos los sentidos, ni dejar manchas indelebles en la memoria de los otros, porque al principio era muy pronto todavía para ocuparse de recordar lo vivido, pero lo hacía invariablemente por el efecto misterioso de su boca, en donde podían leerse, con la lengua adecuada las traducciones de cuanta expresión fuera capaz de hacer saltar los corazones. Tampoco puede decirse que se hubiera cansado de buscar el amor, aunque ella ni siquiera sabía que lo hacía, porque iniciaba cada noche una exploración automática y ritual de la naturaleza humana, sin hacer diferencias de sexo ni tamaños, sin reparar en propósitos ni en justificaciones. Tampoco le era evidente que hacía contacto directo con el cielo, porque estaba tan de ojos cerrados que la luz de las estrellas apenas llegaba a sus pupilas y era fácilmente confundida con los destellos de amor que le propinaban con regularidad creciente.

Lo que sí puede decirse es que esa noche tuvo una distracción pequeña que fue causada por una lluvia tímida en su frente y que fue aumentando con el volumen de su pulso, que dictaba el murmullo de la lluvia, y que desembocó en una estampida que sus párpados no pudieron resistir y abrió sus ojos tres segundos antes del final y se vertió en ellos el entendimiento del que gozaba cuando niña y que le había estado vedado durante veintiocho años, y se le reveló por fin el propósito de su búsqueda litúrgica y nocturna. Rechinó los dientes, empuñó la arena a sus costados y deseó con todas sus fuerzas que él y todos y todas las anteriores hubieran sido ella misma y rugió no de placer, sino de una rabia gigantesca, dirigida al centro del pasado y su rugido se apagó al poco tiempo en sus oídos, pero hizo temblar la playa entera mientras vivió. Y así, mientras estallaban en los vasos sanguíneos de sus pechos y su cuello multicolores fuegos de artificio, se quedó tan al margen de todos los alrededores, tan aturdida, como a los catorce, cuando miró por última vez en veintiocho años el cielo buscando a dios y sólo halló en las raíces de la lluvia el origen de su llanto.

jueves, 17 de septiembre de 2009

La cacería

Amanecí con tu alma en las rodillas, sangrando de tantos nombres, derrumbada a media huída. Tenía los brazos tendidos rumbo a la ventana, por donde huyó el polvo de oro de la tarde anterior. Yo levanté tu alma y la cobijé cuarenta días hasta que se secó por completo. Pienso que se murió tu alma y que le salió el alma por la boca como a nosotros también se nos sale del cuerpo cuando morimos, y se me para de helada la sangre. Este cadáver de alma es peor que una flor marchita, que la carne disecada encima de los huesos y peor aún que un esqueleto quebradizo. Este cadáver de alma es tanto la representación de la muerte definitiva como la representación definitiva de la muerte que no acaba jamás; porque ¿qué si mi alma se encontró en sus rodillas a tu alma herida una mañana? ¿y qué tal si todos los nombres que se sangran hacen sangrar en cada capa hasta el minúsculo infinito?
Ya no quiero guardar yo bajo mis sábanas esta alma muerta. Mi cama no es un cementerío de cacerías interminablemente frustradas, sino el santuario de los sueños. En mi cama puede filtrarse cualquier fantasma de tu recursiva presencia, pero, bajo ninguna circunstancia, permito que se muestre invocación o referencia alguna de la más pequeña de tus muertes. Yo estoy convencido de amarrarme a la muñeca el cadáver mutilado de tu alma y echarlo por la ventana para que me arrastre por el viento, porque a tu alma y a mí nos desfasaron por haberme alguien encontrado culpable de ser la más mala de las malas compañías.

sábado, 5 de septiembre de 2009

Collares de castigo

... Y sucedió que, habiendo decidido alejarse por completo, fue descubriéndose más fuertemente repelido por los objetos distantes que por los cercanos, hasta que no pudo más que volver a ella, su humilde principio, y dejarse apalstar por los rechazos inconcientes de todo cuanto le rodeaba, en el centro mismo de ella, donde convergían, como él, todos quienes la amaron; donde creaba pactos renuentes la sangre de todos ellos, y más asco se producían y con más ahínco decidían largarse para siempre y más pronto y más brutalmente se descubrían repelidos por la lejanía, incorporándose al violento vaivén que causaban sus ojos, en los que chocaban y se hacían pedazos. Mientras tanto, ella se miraba al espejo, acongojada, y ellos volvían multiplicados a la vida por medio de sus lágrimas.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

Lluvia de estrellas

Cuando callaron los zumbidos, el suelo comenzó a cubrirse de cadáveres. Arrancadas por su propio frenetismo, llovieron tantas alas en el otoño de los insectos que, al respirar, entraban en nuestros pulmones memorias translúcidas de vuelos mezcladas con el aire. ¿Cuántas avispas hubo en el avispero? Todas las que hubieron, hay; tapizando el mundo con su veneno dormido.

martes, 18 de agosto de 2009

El impostor (llegó, hizo su desmadre y se fue)

Venía de los oscuros páramos de Siberia, de las aguas revueltas de El estrecho de Magallanes, del faro gigantesco de La Cruz del Sur, de la subacuática ruta prohibida de la Atlántida, de un desierto vanidoso que cambiaba su finísimo peinado, de ponerle al diablo una patada en el culo y de haber sucumbido al ensimismamiento cíclico y perverso de los bárbaros del norte, pero ésto no se lo contaba a todos.
Su relojería se hallaba dilatada en cierta forma y era imposible comprender cómo encajaban sus ciclos con los de la tierra, si es que alguna vez lo hacían. Mientras el mundo dormitaba se aislaba él de los sueños del pueblo y se tumbaba bajo el sol, como si tuviera la sangre fría y necesitara nutrirse de pensamientos lejanos. También cuando el mundo dormía y el sol estaba oculto se tumbaba a mirar las estrellas y había hilos brillantes de vapor atados a sus pestañas y era clarísimo que podía hablarles aunque estuviera nublado, pero los bárbaros del norte no lo entendieron jamás. Tenía las huellas de los bárbaros en las ojeras y en la espalda y a causa de ellas se había vuelto callado.

Las primeras veces que coincidió con nosotros en las tabernas se camuflaba con las sombras del rincón y parecía que todo flotaba menos él. El ambiente, incluyéndonos a nosotros, era susceptible de ser borrado de un manazo, como a una voluta de humo. Fuimos sanándolo poco a poco con nuestra cercanía y él, a cambio, fue materializando cada vez más porciones de pueblo, para que no fuera a llevárselas el viento. Y así, guiados por sus risas ultramarinas fuimos metiéndonos en el vapor de su memoria y nos hicimos de un pasado que venía de lugares que conocíamos sólo por la imaginación y pronto el mundo dormía mientras atravesábamos las nubes y el día para ver las estrellas, y el pueblo, al que no le resultaba evidente que fueramos fluidos hablantes de la lengua sideral, fue borrándonos de su lista. Que desvanecieran nuestra existencia nos dolió, más que por el simple rechazo, por la ingratitud hacia este mundo nuevo que se iba materializando ante sus ojos, y nos dejó una cicatriz que nos llevó a nombrarlos bárbaros, y nos exiliamos antes de que nos mataran.

Así, guiados por la imperceptible impostura del maestro, fuimos aprendiendo. Nos convertimos en deliciosos vencedores de nuestra rutina y conquistamos títulos sólo para nosotros. Vencimos al feroz mar, nos perdimos en la niebla y enarbolamos nuestra bandera magnífica en todos los paisajes. A todas partes llevamos con el viento el alma de La Cruz del Sur y, en nuestro paraíso insular, levitamos amando sus mujeres maravillosas. Nos coronamos sin saberlo reyes absolutos de la imaginación y, sin saberlo también, perdimos al maestro un día.

Nos trajo de vuelta a la vida nuestra evidente desnudez de siglos a la intemperie, nuestras patas encharcadas, nuestras canas polvorientas. Fue así como nos encontramos derrumbados históricamente. Fue así como descubrimos que la gloriosa bandera de La Cruz del Sur de todos los paisajes era nuestras camisas rotas amarradas a un palo y que el gran faro era un arbolito desde el cual nos cagaban todas las noches los zanates y que a cien metros de ahí estaban las puertas de nuestro pueblo, amnésico de todos nuestros favores y leyendas, y que ya ni los niños se molestaban en burlarse de nosotros.

lunes, 27 de julio de 2009

Cobardías pa fuera y cobardías pa dentro

"Sin perder nunca la clase, la señorita", "Siempre un caballero", "...estuvieron a la altura de la situación"...
La bienadmirada civilitud de las sociedades modernas, alérgicas a la introspección grupal y la crítica de la misma forma en que lo son individualmente todos sus componentes no es más que una proyección de la cobardía de decirse a uno mismo la verdad.
La amabilidad, la asertividad, las reputas buenas costumbres, las máscaras de sonrisas gigantescas, son la vuelta a la madurez de la hipocresía. Estas respuestas automáticas, recetas estúpidas para las conciliaciones que sólo quien no piensa acepta por auténticas y los que piensan un poco aceptan a pesar de su falsedad, no hacen más que apuntalar a la gente en la idiotez más sofocante, en la supresión de cualquier iniciativa de admirar la creatividad... va volviéndonos excepcionalmente adaptables a una sociedad pesada e inepta...
Existen, para fortuna de mis compinches ácidos, los espejos milagrosos que revelan, en las fotos sonrientes de las bodas, la intimidad que esconden con sus cuerpos la novia y el amigo de la novia: las manos que le devoran las nalgas arrugándole el vestido.

jueves, 23 de julio de 2009

Tararí

Tanto
y tanto tiempo
amenacé
con que me iría
con la primera
que me quisiera,
que un día
llegó por fin
y me quiso
de verdad,
y de verdad
no pude
irme con ella.

miércoles, 22 de julio de 2009

Está prohibido.

Necesito que me pongas mucha atención. No vayas a intentar confirmar lo que digo, no trates de convencerte de que es de otra manera, no te distraigas, no hagas nada que no sea escuchar. Es necesario que dejes de pensar y que lo hagas de inmediato. Confía en mi... Querría explicarte de golpe, como si estuvieras tomando tú conciencia de mi conciencia, el riesgo enorme que corres si te mueves o si tratas de hacer lo que te advertí que no hicieras, pero no puedo. Las cosas tienen una hilación forzosa y si aún tienes deseos de ser, es imperativo que no pierdas tu absoluta inmovilidad.

Las reglas que creamos son susceptibles de ser reclamadas o violadas y ninguna consecuencia espectacular es observada, por terrible que sea. Nuestras reglas tienen vigencia y tienen límites.

No te atrevas

todavía

a parpadear.

Voy a mostrarte un mundo del cuál no todos son concientes, pocos conocen y menos reciben la bienvenida. Este es el mundo de las reglas que SON. De ésas que son ajenas o, más bien, dueñas de toda conducta.

Este mundo no pregunta si le faltas o te falta. Te engulle, simplemente, y te perpetua. No te elige, sino te comunica que eres parte de él. Sus reglas no son divulgadas y, sencillamente, no pueden romperse. En este mundo que te muestro, "no se puede" tiene una solidez imperturbable y "está prohibido" adquiere su máximo misterio.

Si todavía tienes intenciones de ser, de ser lo que sea, aunque no lo sepas, pero ser, entrega ya mismo tu voluntad, pues no hay existencia que pueda concebirse sin hacerlo.
Ahora te doy la bienvenida al mundo de las cadenas invisibles, de la libertad de hacer cualquier cosa que te esté permitida, de soñar con romper, pero no romper. Ya que me has escuchado, acéptalo. No intentes reprocharlo; está prohibido.

martes, 14 de julio de 2009

La juventud era él.

Cada tarde se sentaba doña María con una taza de canela en la puerta de su casa a ver la lluvia que cayó el dieciocho de julio del sesenta y cuatro. En medio de la cuadra, desanimando hasta al viento, se le oía decir:
- La juventud emigra.

Doña María, que antes de doña fue sólo María y no era de Manuel más de lo que era de ella el agua del río que la bañaba sin darle aviso de la agudeza de mis ojos detrás de la arboleda, bebía de la taza repitiéndose que ésta era la última tarde que pasaba sin saber por qué se fue un día Manuel sin decir nada.

Cada tarde se acababa la canela y se iba a llover los recuerdos a la recámara y cada tarde era terca vencedora del ultimátum débil de María y negaba la lluvia añeja y la nueva.

La partida de Manuel era la fuente de todas sus preguntas. Con él, los misterios del mundo tenían explicaciones de una sencillez insospechada , pero su ausencia había sido entera y definitiva, y Manuel había arrastrado con sus pasos todas las respuestas.
- ¿Cómo se explica que tengamos prefijos de dones si el tiempo nos va enchaparreciendo y despintando hasta el pelo? Los años han de caernos entonces encima y la gente ha de leernos de arriba a abajo... pero Manuel no se yuxtapone a ningún don y nada puede leerlo.

Hasta el día que se fue, María nunca dudó del buen corazón de Manuel. A veces pensaba que se había ido con una mujer más joven, que lo había perdido todo en el juego, que se había llevado su alma el diablo... pero nada de esto es cierto. Yo estuve ahí la noche que se fue Manuel sin decir una palabra y nunca quise arriesgarme a decir la verdad.

Esa noche, durante su ausencia, yo planeaba aprovechar el sonambulísmo típico de María para recordarla toda la vida. Al principio estaba convencido de que María estaba soñando, pero ahora lo dudo un poco. Me senté con ella al borde de la cama, tomamos un carajillo y llegado el momento me pidió que le trajera un vaso de agua. En la cocina estaba Manuel, burbujeando palabras ininteligibles, sentado al fondo de la pila. Lo saqué de los cabellos y lo abofeteé, pero no pude entender sus balbuceos. Corrí a la recámara a ver a María y la hallé encharcada en la cama, como si se hubiera desprendido de todas las sonrisas a través de su sudor. Yo ya no quería recordarla para siempre. No así. Volví a la cocina, donde Manuel recuperaba el habla sin hallar la lucidez y así es como supe lo que debió saber ella.
- Hay ilusiones mías que se destripan entre ellas. Puro egoísmo perfumado, vieja. Yo no aguanto ver al mundo partiéndose por los caprichos míos... al mundo que es mundo sólo porque yo lo nombro. Estoy muy triste, vieja. No digas que no quieres verme así, que si me quieres has de querer verme, como sea. El problema es que yo quiero y quiero y no puedo querer dos veces. Querer tres es demasiado, vieja. Me quiero de esta manera y te quiero a ti y quiero que no me cambies ni te cambies. Querer tres es demasiado, vieja. Estáte bien.

Y así, cambiando su permanencia por la esperanza de la felicidad de ella, se fue chapoteando los huaraches en el lodo de la llovizna repentina que cayó el dieciocho de julio del sesenta y cuatro y paró cuando logré despertar a María, quien existió desde entonces con el alma inmóvil, como clavada en la tierra que absorbió la lluvia del sudor donde se disolvieron sus sonrisas; en la misma tierra que se comió las huellas de la partida de Manuel el día que todos los misterios del mundo se volvieron de pronto indescifrables.

lunes, 13 de julio de 2009

tictac sueños, tictac ecos

No hay pasos que retumben de noche en la era electrónica. Hacía unos años yo había aprendido a dormir sin temerles tanto, velado por las luces de la calle que pasaba por encima de mi casa. Los gallos han dejado de ser un despertador para convertirse en estorbos para el sueño; marcan la hora de dormir, pero impiden el descanso.
El acto de meterse en la cama se ha vuelto una cucharada mala de jarabe, los despertadores con sus pitidos diabólicos ya son menos alarmas de bomberos y menos campanitas celerinas. La lluvia ya no viene del cielo, sino de los aspersores y no arrulla de la misma manera. No hay arrullo suficiente cuando se tiene la cabeza llena de preocupaciones. No hay nada más absurdo que preocuparse por cosas de las que se está convencido que carecen de importancia suficiente. El acto de meterse en la cama desata la cadena de asco que precede a un placer cuya intensidad no ha variado con los años, pero ahora estamos tan cansados que somos inconcientes de su comienzo cada noche.
Esta era electrónica da una falsa sensación de cercanía. Soy torpe a la hora de reconocer mi tictac debajo de la piel. Esta era electrónica se ha empeñado en cambiarnos por realidad virtual la fantasía y yo ya no quiero vivir aquí. Me declaro en la época equivocada y exijo que quien me puso aquí me saque de inmediato o me quite de las pestañas la pendejez y la ceguera.

viernes, 10 de julio de 2009

Del café y los palpitares

Una mesa sin manchas de café no es más mujer que una cama con sábanas virgenes. No se adivinan en sus tablas los viajes espirales que revuelven los recuerdos y la imaginación, porque no hay huellas dónde encajar ninguna caminata. El café guarda en sus aromas los motivos que impulsan al azar a ser impredecible. El café tiene la memoria de todas las intenciones del mundo, y no derramar una gota sobre la mesa es privarla de la conciencia sempiterna de nuestros deseos, porque el café también nos descifra a nosotros. No mancharla de nuestra activa inconciencia es egoísta, es como no sembrar en los poros del colchón besos que vayan a abrazarnos de noche a nosotros, a ella, o a cualquier beneficiario ocasional de nuestro cuarto; es como no sudar alcohol encima de las brasas que nos marcan a uno propiedad del otro, o alquiler del otro, o parte del otro, o el otro.

El oficio de maravillarse tiene pautas de escasos grados de libertad. El café lo sabe desde siempre y combina el orden de los desvelos para lograr distintos resultados. Lo que es invariante es que comienza diciendo te quiero y abraza. De ahí en adelante, nunca somos suficientemente viejos para saber qué esperar y nadie ha vivido suficiente para descubrir su proósito verdadero.

Ella era ciega a todas las sutilezas. El café se le resbalaba como al plástico y no tenía corazón de árbol ni pasados boscosos ni los oídos sensibles con los que se descifra el dialecto de los follajes. Tenía desde siempre deseando un abrazo y un te quiero y la levitación mínima que pudera mostrarle el siguiente paso. Esa noche volví de la calle con la lluvia en los zapatos, resuelto a mostrarle el mundo extralitosférico que no conocía. Esa noche traía yo una mujer, y como toda mujer tiene el café en las entrañas, la levanté como en un sacrificio, le evaporé la lluvia a oscuras y, en medio de toda esa niebla, se la derramé encima.

Todos los desayunos posteriores resultaron extraños. Toda taza de café que se posaba en la mesa adquiría un gusto de cemento exaltado, de orgullo de abuelos y agitación de muchacha... y en cada momento había un murmuro siseante de una constancia tal que cuando se agotó la pila del reloj, no hubo necesidad de reemplazarla.

miércoles, 8 de julio de 2009

Asaltos de la vida cotidiana

Tu tiempo es mi tiempo y es el mismo de todos sólo porque estamos demasiado cerca. De tu tiempo y el mío y la sensación ilusiora de que fluye, de que lo tenemos a mano aunque no podamos detenerlo y existimos dentro de él, surge el primer asalto. Al tiempo no lo tenemos más que cuanto somos tiempo. Nosotros dentro del tiempo o el tiempo dentro de nosotros son imágenes que nos sirven únicamente para representar nuestra propia mortalidad; la utilidad de nuestros actos. Tu tiempo es solamente constante para ti y lo mismo sucede con el mío. El despojo colateral del primer asalto es la pérdida total de la esperanza de ser más grandes y vivir a prisa para vivir más. Con nuestro tiempo medimos el tiempo de todos los demás, como medimos cualquier cosa al compararla con las cosas nuestras. Respecto al tiempo sucede que lo único nuestro es la sensación de su existencia (hasta donde pueda afirmarse que las sensaciones, por el simple hecho de sentirlas, nos pertenecen), como ocurre con todos los alrededores. Nadie puede proclamarse propietario de un color, de un pedazo de tierra, de un trozo de aire, ni siquiera de su propio cuerpo, porque en algún momento el cuerpo mismo lo abandona; se enmascara, si, pareciendo el mismo de antes en cada momento, pero con tanta comida y tanta mierda, con tanta respiración, tantos orines, lágrimas, escupitajos, contactos, seguro es que no somos los mismos átomos que eramos hace veinte años.

De este concepto del yo cambiante nace el segundo asalto. Éste es especial porque está efectuado a dos manos; nuestro cuerpo no es el mismo en dos instantes distintos y tampoco lo es nuestra mente. El concepto de identidad se derrumba ante nosotros y ni siquiera el de evolución o el de efímero pueden remplazarlo con plena satisfacción. Ante la imposibilidad de definir con firmeza lo que somos por lo que recordamos, lo que hemos hecho o lo que hemos sido, lo que pensamos, lo que sentimos, tenemos que recurrir al recurso desesperado de añadir a la larga definición: "y en lo que hemos de convertirnos". Pero esto filtra el azar en nuestra respuesta y no es más acertado que decir, con más simplicidad: "no sé".

Al pensar en nuestra propia identidad como una colección de objetos pasados bien definida, al menos a la luz de nuestras medidas, y una colección de objetos futuros bien borrosos, uno no puede evadir la sospecha de cierta malicia en la concepción del mundo, o de una estupidez inconmensurable en nuestro oficio de responder las preguntas de la vida. Para dar una definición incólume de nuestra identidad, uno recurre a fijarla de todas las condiciones conocidas. Pero un solo argumento suelto, dejado al azar, nos imposibilitaría responder con absoluta precisión a quiénes somos. Nuestra otra opción, tan milagrosa como la anterior es permitir a propósito los cabos sueltos, los azares, y afirmar que de hecho recorremos todos los caminos posibles y bifurcamos para adelante y para atrás y el yo que te responde ahora no es el mismo yo que te respondería si juanito no hubiera estorundado (dejando de lado que ayer me rompí una uña, y si no lo hubiera hecho las condiciones serían distintas). ¿Cuántos cabos sueltos? Al parecer todos, porque no podemos tener un infinito no numerable de condiciones controladas, y entonces nuestra bonita respuesta sería: "yo soy todo". Bien por los narcisistas.

De fijar todas las condiciones resulta un universo susceptible de ser conocido a priori, y la respuesta precisa de quiénes somos, pero también la desaparición total de nuestro libre albedrío. Habiendo aceptado previamente que nos definimos por las circunstancias del mundo, lloramos porque el dejar tan sólo una condición al azar arroja una infinidad de posibles identidades nuestras, por no hablar de lo que pasaría al dejar todos los cabos sueltos. De esta dicotomía endiablada, en la que no podemos hacer más que perder, nace el tercer asalto.

De los despojos sufridos por primer asalto y el segundo podemos culpar sin sentir remordimiento a la cultura arcaica en la que nos hemos desenvuelto, pero ¿hacia donde gritar para recibir auxilio por los daños del tercero? ¿a quién hemos de acusar de no habernos dotado de una conciencia natural del infinito? Nuestra búsqueda de dios, frustrada en tan numerosas ocasiones, nos empuja a rezar el credo supremo de estar agradecidos por lo que se nos da, en vez de clamar a quien tenga que clamarse porque nos quite la estupidez y la ceguera, por que nos haga, en verdad, a su imagen y semejanza.

Irónicamente, y para confirmar la malicia, en esta encrucijada, debemos elegir elegir o elegir no elegir. Irónicamente, la sugerencia es que lo único que de verdad nos pertenece son la conciencia y la fe, que nos son, además, inalienables.

martes, 7 de julio de 2009

Cua cuá

Me derrite incandescente
esa vocecita de ángel,
ese solo suspírico
del concierto de la tarde.

Me desborda tu canto.
Tu voz no promete
el horizonte borroso
de un suspiro de angel.

Tu canto no es canto
sino súplica. Tu canto
vuela y no imagina
que arrastra la vida.
Tu canto no es canto
sino sordo gemido.

lunes, 6 de julio de 2009

Fantasma

Había estado encerrado durante meses, dedicado por completo a la contemplación de la estela púrpura de su aura y al estudio minucioso de toda pista que pudiera revelarme en sueños la ubicación en la que quiso ocultarse. Yo había sido sitiado por el tiempo en numerosas ocasiones y había acabado por perderle el miedo. Sabía que el agua y la comida eran sólo paliativos del hambre verdadera del alma y decidí echar todos los suministros por la ventana. Estaba francamente dispuesto a encontrarla o morir en el intento. Con el curso de las semanas se fue haciendo claro que afuera el mundo se había cansado de mantenerse entero en sus galopes circulares y ahora comenzaba a disolverse en el espacio. El sol se hacía más grande cada vez y cada vez la luna se mostraba menos, debilitada hasta la antipatía por la repetitividad de todas las órbitas.

Me vi forzado a un cambio inminente de estrategia, un intento desesperado de hallarla antes de que todo acabara. Era, en realidad, el abandono impulsivo de toda estrategia, el patalear sin rumbo de los pies de los ahorcados, que conocen por experiencia vitalicia que no se puede nadar en el aire pero lo intentan de todas formas. Vagué. Me hallé surcando el pavimento entre ventiscas lluviosas cada vez más apocalípticas.

El día que dejé de elevar mis plegarias al cielo lo hice convencido de que el dios al que todos rezaban carecía de bautismo. Pasé cada día posterior a ese momento tratando de hallar un nombre que se adecuara a su misterio y a mis sospechas injustificadas de su ubicación. Toda intención de crecimiento espiritual se perdía como las cartas sin destinatario, y como el remitente siempre era yo, mis plegarias venían a mi justo después de haberlas echado al aire. Resolví entonces que, como dios había existido siempre y yo no recordaba haberlo hecho, entonces tendría que habitar dios dentro de mí. Pero además dios está en todas partes y yo nunca pude expandirme seis metros más allá de mi piel, y sólo supe de cuatro personas que recibían extraviadas plegarias mías. Intenté llamarle El Múltiple, pero pronto empecé a percibirlo como un monstruo de infinitas cabezas que se colaba en todo y el nombre no duró mucho. Me molestaba el concepto de vacío, la enorme violación de la intimidad que existiría si hubiera algo en todas partes, y decidí darme una tregua.

Nunca, hasta hoy, intenté volver a pensarlo. No se por qué salió del exilio al que lo condené y volvió a dibujarme en los oídos la ruta de regreso hacia ella. A veces hasta creo que, en la medida de sus posibilidades, la hizo lo más corta posible. Escapé de la tormenta metiéndome en una puerta angosta que escupía unas escaleras ásperas, oscuras y larguísimas. El sonido del paraíso venía de ahí dentro y yo corrí a recoger cualquier migaja aunque tuviera que robarla.

Ya estaba ahí, detrás de unas cortinas de lágrimas de hielo, estaba ella. No gozaba ya de la fascinación antiquísima que le hacía teñir el mundo del color del hambre de quien la miraba. Se paseaba por encima de todos sin desear la más mínima veneración y se había vuelto hipermétrope de los afanes del mundo. Vestía anacrónica para ocultar las pantorrillas y para despistar a sus espectadores furtivos, que la miraban cuando ella no los veía, ya estuviera de frente o de espaldas. Qué delicia. Ellos eran un público nuevo, maravillados hasta la euforia por haber descubierto en su voz mundos a los que habían estado ciegos, ubicados en medio de todo lo que habían visto, en los espacios donde creían que había sólo nada, mundos que seguían estando más allá de su imaginación, y les resultaban completamente indescriptibles, irreproducibles e inútiles.

Yo había aprendido, años atrás y en un sitio distante, a desenmascarar de detrás de la sombra de su sombrero tinto de Al Capone su cara, y de debajo de sus encajes violeta, una agilidad intempestiva y violenta, ajustada solamente por los latidos de un rincón de voluntades fortuitas pero caprichosamente atinadas. En su aliento se respiraba el aire de quienes conocen ya todos los caminos y yo no tenía más intención que recuperarlo.

Esperé toda la noche en una esquina poco iluminada, lejos de la concurrencia que había viciado con su asombro el lugar. Había más razones para alejarse, como guardar la distancia con los espectadores, que sucumbieron a una idiotez paralítica que les hacía llenarse de baba sus propias copas; o negar la decadencia del presente, que nadie además de mí podía notar mientras durara su canto; o el tiempo estancado entre las mesas y el techo; o la calidad translúcida, cada vez más evidente, de mis extremidades inferiores.

Hizo una pausa. Fue largamente aplaudida y bajó a la barra a tomar una copa. El mundo no acababa de recuperarse de la inercia de la inmovilidad y yo corrí a encontrarla. Choqué con todos sin tropezar con nadie. Me acerqué por detrás, la llamé y el lugar entero se llenó de espanto. Los clientes respiraron de pronto el tiempo perdido y se agolparon en las escaleras.

Ella estaba apretada contra la barra, incrédula, vuelta hacia mi. "Soy yo", le dije para calmarla, y el terror se le escurrió hasta las piernas. Extendí mi mano para acariciarle el pelo, pero no pude tocarla. En medio de un grito huyó, tropezando con todo, menos conmigo.

lunes, 29 de junio de 2009

La fuerza de la gravedad extrapolada a condiciones humanas.

El día que Maruja me dejó sospeché que había alguna especie de similitud maliciosa en los fenómenos del mundo. Yo estaba terminando de embrutecerme con la tercera caguama, enfrente del monitor en el que leía sobre la ley de Coulumb, una noche antes de mi desafortunado examen de física para tontos. Aunque me parecía claro que cada vez estaba menos listo para levantarme a las ocho de la mañana, podía sentir que el dolor del abandono se desvanecía. Por supuesto que estaba enredado con tantísimas cosas. Sobre todo me sorprendía la disposición de las cargas eléctricas. Me molestaba tener la característica de ocuparme de las cosas más escenciales e inservibles: ¿Los campos eléctricos realmente "existen"? Me molestaba la idea de no tener un nombre para las almas diminutas que forman todo. ¿Materia o energía? ¿Qué tal si las llamamos chingaderas y nos dejamos de pendejadas? ¿Qué tal si no las llamamos y mejor nos vamos a dormir? Estas nimiedades carentes de gracia no hacen, casi, reir a nadie, pero para esas alturas de la noche había yo adquirido ya una agudísima sensibilidad para convertir cualquier estupidez carcajadas.

- ¡Eh, Rodolfo! ¿Puedes creerte esto? Yo no me lo creo...
- Dejame ver... Pues sí. Claro.
- Pero si la cosa es como tu dices, entonces quiere decir que yo la atraigo con la misma fuerza que ella a mí.
- Pues sí. Claro.
- ¿Y no te parece que el mundo es injusto? ¿De verdad crees que sea correcto que si estamos los dos jalando con los mismos huevos, en el momento en el que uno resbala un poquitín, sea siempre yo el que acabe más jodido?
- Pues sí. La vida es un poco injusta, si lo miras así.

Interrumpí la conversación y seguí cavilando, Indio en mano, y sollozando risitas. Perspectiva; ése era el concepto. Lo había escuchado de un mesías con anterioridad y ahora lo escuchaba de nuevo. Claro que el mundo es enorme y que uno no puede acabar de entenderlo, pero quizá no era necesario hacerlo para poder sacar provecho. Yo tenía una ventaja suprema (además de tener la cuarta caguama en el refrigerador): podía definir las cosas a mi antojo.

Tuve que excusarme con el profesor al día siguiente por la impuntualidad y por no haber completado las tareas del curso. Lamentablemente hizo gala de una inexorabilidad que rayaba en lo absurdo. Pasó de ahí: no lo dijo, pero insinuó que era yo un huevón.
Yo habría querido defenderme con los elementos aprendidos en el curso (al cuál nunca asistí). Lo había preparado la noche anterior, un discurso celestial que me fue revelado por la noche de embriaguez en el cuál se discutía con impecable elocuencia sobre la escacez de motivos para culparme por ser un huevón, dado que la naturaleza minimizaba siempre la energía potencial. Además yo estaba por encima del promedio y tenía dos ventajas supremas... la noche anterior. Debió ser una suerte de justicia divina, o una inercia desafortunada de mi decreciente condición alcohólica, pero llegado el momento no pude recordar nada. Sólo me quedé mirándolo a los ojos y, como él era más mudo que yo, tampoco dijo nada. Nos telepateámos en medio segundo:
- Pinche huevón.
- Pinche marica.
Y me fui a reposar las ideas de todo el semestre a la sombra de un arbolito, en un jardín en el que justo después de quedarme dormido, encendieron los aspersores.

sábado, 6 de junio de 2009

finales

A mis cuentos, quitádles el final, y quedarían aceptables. Tengo que disculparme por meterles finales, pero no concibo cosas sin ellos. Cualquier momento, cualquier actividad tiene plazo para ser terminada. Tanto que no nos fijamos en pendejadas como que "llegó para quedarse" no tiene ningún sentido. Tanto como para entender que ningún final es un final verdadero. Tanto que perdemos de vista que el final de las cosas es algo que inventamos y no hemos llegado siquiera a experimentar.

viernes, 5 de junio de 2009

Órbitas

Ante todo, me preguntaba con frecuencia por qué a los árboles no se les había ocurrido alguna vez salir de paseo. Solía sentir tan seria ansiedad por conocer esa respuesta que me hice aficionado al arte minucioso de cultivar arbolitos. Bonsai, les llamaban. Decían que los orientales comenzaron a jugar a empequeñecer los árboles, pero sus motivos nunca me importaron. Apenas me importaba el nombre, que memoricé un día sin darme cuenta.

La razón por la cuál los mantenía yo prisioneros en tan crueles macetitas era otra. Nacía enteramente de mi curiosidad y mi ignorancia, o quizás la suya. Lo que yo quería saber, en principio, era qué los había impulsado a quedarse sedentarios y callados. Entonces, con cierta periodicidad, los sacaba de la maceta y les hacía cosquillitas en las patas, que les crecían por montones, pero se negaban a mover. Todas las tardes iba yo, como quien sale a caminar con su perro, con mi remolque de arbolitos. Me sentaba en el parque, a la sombra de los eucaliptos, y ahí dispersaba mi arboleda miniatura. Con el tiempo, acababa recostado con la cabeza contra un tronco, dormitando, y sólo entonces me daba cuenta de que habían pasado ya dos horas y que los árboles no se habían dicho ni una palabra.

Después de un buen rato traté de obligarlos a salir. Comencé alejándoles del agua y las ventanas y acabé quitándoles la tierra, consternado de que sus patas estuvieran más dispuestas a crecer que a articularse y desplazarlos por el mundo. Por supuesto que los maté. Había que ser un tonto para no darse cuenta, pero los maté de todas formas. Uno a uno, el perchero de mi casa se fue llenando de esqueletos de arbolito.

Algunas veces me daban ganas de volver del viaje. Sucedía, supongo, porque uno se desorienta de encontrar tantos sitios para el mismo amanecer. Aún hoy no logro encontrar en mi más lejana y microscópica ascendencia, el punto en el que perdimos la intención de volvernos sedentarios en cualquier lugar y en cualquier tiempo; pero he logrado, al menos, entender la necesidad de echar raíces. También he llegado a sospechar que el momento para quedarse quietos haya sido menos azaroso para mis árboles que para mí. Me he convencido de que su voluntad primigenia, la que empollaba en su infancia de semillas, era de tamaño tal que sometía al agua y al viento para que los llevaran a su rumbo favorito. Me he convencido de que es mucho más torpe nuestro errar de bípedos sin conciencia, el de buscar sin saber lo que queremos hallar, que la insospechable clarividencia con la que encuentran su sitio las semillas voladoras.

Difuntos e incomprendidos, mis arbolitos me embarcaron en el viaje rotacional de la tierra sin ningún otro matiz. Ahí me quedé yo mirando sus cadáveres en la percha y me hice uno con el sillón. Dicen que cuando se cambia de hemisferio uno se desfasa dos estaciones, pero conmigo no sucedió así. Estaba tan desparramado por el mundo que el invierno era como si me destapara un pie durante la noche y el verano era las ganas de escapar. Tan por encima de todo que sentía las lluvias antes de que se formaran y en los rumores del viento venían los mensajes de los pocos sitios que quedaban a oscuras.

Yo iba viajando hacia la luna en un ferrocarril de mil ochocientos veintinueve y estaba harto de la distancia y la lentitud. Estaba harto, además, de irme adelgazando con cada metro de altura, harto de tragar una comprensión que hacía un rato había dejado de desear y harto, sobre todo, de no poder cerrar los ojos. Pero aunque moría de ganas por volver, no estoy convencido de que haya sido esa la razón por la cual salté.

Nunca llegué a tocar el suelo. No terminé nunca de caer. La luna sigue tan cerca que ciega y marea. No me interesan ya los misterios de los árboles y estoy flaco. Estoy flaco de las ansias de saber, cumplidas a medias, y de la imposibilidad de decidir lo que uno quiere recordar. Estoy flaco de tener que reafirmar mi culpa para poder amainarla. Flaco de seguir orbitando y no poder parar.

Tú miras más a la luna y prefieres el silencio. Tú te quedas lejos para no desvelar tu intenciones. Voy a arrancarte uno a uno los hilos de tu voz. Voy a usar tu voz para encordar mi arpa y encantar a todos los follajes. Voy a usarte para que me perdonen, para poner de nuevo los pies en la tierra. Todo ocurrirá con bastante rapidez, sin hacer alusiones a nieblas ni a brebajes. Un momento serás dueña de tu voz y el siguiente será un instrumento mío. Podría enternecerte el corazón diciéndote que, en realidad, todo lo que quiero es volver. Pero la verdad es que yo, tortamundos, te miro, y siento terrible ansiedad por entender qué es lo que te impide acompañarme.

miércoles, 3 de junio de 2009

Magia negra

Magia del contraste de la noche y las estrellas, magia del color del cielo, magia recurrente, magia pegajosa, magia soluble, vapor de magia y fugas de magia, magias viajeras.
Plegarias magias, mieles de canto, cañas de noche, notas salvajes, sueños sin soles.
Magias totales, exentas, independientes, ajenas y desinteresadas de toda adjetivación. Magias escencias, magias burbujas, magias de vientos y aromas reacios de quedarse en un solo tiempo.
La magia es. La magia no se justifica. La magia no se atrapa. La magia está en las volutas de humo, en las aves que vuelan solas de madrugada, en la sombra de tus cejas y el color de tus labios. La magia es la que sube en espirales y retoña invisible de noche. La magia llueve como el rocío y se queda a habitar en tu sueño. La magia se escapa por las mañanas y su ausencia se llena de viento.
Magia está llena de misterios. A Magia le encanta vagar por los parajes más sórdidos y meterlos en tu casa. A Magia le fascina asfixiar.
Magia no tiene cara ni forma. Magia puede sólo adivinarse. Magia es un esbozo de totalidad, de claridad, de certeza. Magia atrae y disipa el miedo. Magia es, a veces, nada.

martes, 2 de junio de 2009

Delira y se marchita

Delira y se marchita en el corral, pobre sirena mía. Yo quise tomarla entre mis brazos para revivirla, podarle los codos, cubrirla con jícaras de coco, velarla tres semanas enteras y, al soplar en sus labios, voló como el polvo.

Yo me había estado preguntando los últimos días, antes de que se fuera, cómo sería ver morir una sirena. Me la imaginaba creando nuevas capas de azul, inventando colores luminosos y cantos frescos de conchas de mar. La imaginé muriendo sola. Nunca con otras. Debió ser por alguna artimaña del destino, que se empeña en no plagarnos la cabeza de cosas buenas y vicios deliciosos.

Todos los placeres del mundo tenían que morir con ella, pero habrían de hacerlo desprovistos de agonía; tendrían que explotar, como librándose por fin de la jaula hermosísima que los exhibe y los arrastra en cantos perezosos de ballenas.

Ya iba a salir de casa cuando la vi y la golpeé esperando no haberla reventado en vida, pero sí haberla matado. Me distraje paseando y pasó un siglo antes de que me atreviera a mirarle la cara. Era una guerrera ancestral victimizada por la metamorfosis de Kafka, esta cucaracha. Había viajado hasta mi puerta para responder cómo muere una sirena y, aunque supongo que tenía que matarla para que pudiera mostrármelo, no puedo evitar sentir el fondo de todos los mares incubando debajo de mi casa.

Esta cucaracha mensajera de las voces del mundo delira y se marchita con estremecimientos decrecientes. Es incapaz de desplazarse, pero mantiene todavía la fuerza para mover las patas que le quedan y sus finísimas antenas. Si, su fuerza no le viene desde adentro. Le llega desde lejos, de ahí donde cohabitan los esbozos de criaturas increíbles que no hemos todavía logrado imaginar.

Sí. Sé que no merecía morir así, atontada por un zapatazo y envenenada después, pero cuando asesté el golpe ignoraba todavía su identidad. Sí, también sé que me estoy cargando la maldición de verme cerca, pero aislado de su mundo y, sin embargo, no puedo honrarla. No puedo incendiarla y no puedo enderezar sus patas y sus alas abolladas, porque están hechas de imaginación de otra galaxia. No puedo hacer más que amar su impaladeable agonía, que ha hecho el milagro de borrar su repugnancia. No puedo más que esperar que su ánima se encharque en mi suelo. No. No me atrevo siquiera a pensar echarla a la basura.

Ya se ha quedado quieta. Quizás haya llegado el tiempo de redimirse. Hace un rato se puso panza arriba para espantar la muerte con sus patas, pero ahora está callada. Ya no tiene cantos de sirena, ya no tiene almas de reyes llegándole por los hilos invisibles del tiempo a sus antenas. Así, panza arriba, esta cucaracha es una escultura de las noches duermevela que anidan en mi cuello. Ya hay que quitarla del camino. Pobre polvo de mi viento, pobre sirena mía.

viernes, 29 de mayo de 2009

Un día con sacudida es un día sin polvo (Burlita a las rimas).

Ni me trae tu recuerdo el sol en la ventana
ni me llenan los labios los besos de la luna
ni te extraño, ni me duelen las agujas
del pajar donde te encontraste las ganas

de quererme extraviado debajo de tu falda.
No vuelvo. Me curé espontáneo de la aguada
acidez de tu entrepierna. Hoy ya no te como,
mujer histriónica, desierta con sed de polvo.

martes, 26 de mayo de 2009

momentos alegres... uno, dos, seis, diez

Nosotros queríamos sólo probar el chocolate. Estabamos dispuestos a ahogarnos con él, a hacer que en nuestra sangre circularan granos de cacao. Nosotros queríamos irnos al techo y esperar a que nos atacaran las estrellas. Queríamos creernos que había coyotes y cocodrilos que confabulaban en la noche en nuestra contra. Queríamos apretarnos unos contra otros y desobedecer al mundo y ver en la oscuridad.
No sospechábamos todavía que nuestros amantes eran malos, que el tiempo corría con más lentitud, que las palabras estaban hechas de plastilina. Nosotros queríamos desempolvar la infancia. Queríamos un escalofrío en la cabeza, un vuelo apresurado entre las nubes, una caída interminable, una conversación con las estrellas, una sucesión de risas infinita, gracias tan veloces que no hubieran palabras capaces de contarlas. Nosotros queríamos sólo parar un poco antes de seguir y confirmar que el mundo era de colores.
Pero las estrellas se hicieron vigilantes y los sueños empezaron a repetirse sin que pudieramos cambiarlos. Los árboles se volvieron las brujas que nos robaron la voluntad y comenzamos nosotros a deambular entre ellas.
Estabamos ya manchados por la muerte.

lunes, 25 de mayo de 2009

Soy ingrato. Soy maloliente. Soy soñador.

De la verga de un pendejo y de la vulva de una puta nació la egolatría hecha persona.
A los dos les hizo mucha gracia que no heredara lo mejor de ninguno, porque así no perdían ni pizca de su espuria superioridad.
Y creció ella y se hizo del tamaño del cielo para darnos sombra. Nos enseñó a tirarnos pedos, a reparirla en los suspiros silenciosos de los intestinos y, a cambio, nosotros, los hombres del horizonte en las pestañas, nos fuimos al mar y ahí la emburbujamos y la erosionamos. Logramos despojarla de su caracter imperativo y miope y nos fuimos. Pero jamás lograron desenredarse su ascendencia y su olor de nuestras patas. Y así, por eso, cuando corremos -y más cuando volamos-, desde el suelo, nos llueve polvo de cagada.

jueves, 21 de mayo de 2009

Apología del cuerno no premeditado

La noche era una virgen en su mejor momento, regalo del campo, hacía gozar de la juventud que no se aparenta. En medio de la noche, ningún espíritu cantante era fantasma. Dijiste que tenías un amigo innombrable que iba a mostrarte el camino y te perdiste en la oscuridad.
Yo estaba en el tejado y alcancé a ver tu desnudez detrás de los brazos del monte. Esperé un rato y olí la presencia de tu sexo silencioso en vaivenes circulares, la conjunción insospechable de la noche y tus preciosas cavidades. Supe que no había ya forma de distinguir entre tanta y tanta negrura y comencé a extirpar tu ausencia con alcohol. Me tumbé cerca del fuego, para prohibirme imaginarte y para no helarme.

De atrás la cerca vino un remolino perverso a revolvernos los sueños. No llegó hasta acá. Árbol me lo dijo. Dijo que ahí estabas tu parada en medio de todo, sin nigún viento en la frente y sin más voluntad de llegar a los magueyes; y que ningún animal sabía si el remolino eras tú misma o si te había tomado cautiva.
Dijo también que cuando ya todos estaban temblando de frío y el cielo se había encapotado, desapareció el remolino de pronto y ya nadie podía verte.
Yo escuché clamores de auxilio y por eso desperté. Fuera del sueño había una calma tan grande que desespera y no encontraba en mí mismo ninguna intención.
Traté de salir, de moverme, pero no estoy seguro de que haya logrado hacer alguna de estas cosas. Recuerdo que vi una niebla dorada flotando alrededor. Era el crepúsculo al alcance de las manos y yo salí a metérmelo todo los bolsillos. Entonces la ví. Estaba sentada en el tronco que ardía y miraba al fuego y lo acariciaba. Sus manos eran algodón de selva plateada y sus ojos un pozo negro de estrellas.
Me acerqué y el futuro se hizo inmediato. Quise quedarme con ella y me metí en el fuego. Creía que sólo así, decantando del alma el cuerpo, podía cohabitar con los impulsos líquidos de su piel. Yo quise quedarme con ella y me metí por su boca y por sus venas. Herví y me mezclé con los latidos vaporosos de sus muslos. Descubrí que se resumía en ese sitio su existencia, que devoraban sus ojos la mitad de la luz del mundo y que a ellos se debía la llegada de la noche.
Era tanta la prisa que no había tiempo de sudar. No quise pensarlo dos veces. Yo tenía un rencor capaz de borrarte con un viento malvado y la puta era hermosa, y sus ojos eran ella y los habitaba la luna y, aunque su hechizo derretía y anclaba en el tiempo, quise quedarme con ella.

jueves, 7 de mayo de 2009

donde habita el olvido

...Ahí, en un ahí diferente, acabé flotando yo; en las antípodas de todo cuanto conocí, misteriosamente amnésico de las raíces y volutas de mis mejores reflexiones, totalmente ajeno del futuro que imaginé. Habiendo borrado toda estela que convergiera en mí, yo, un extraño en mi propio pasado, me volví un punto fijo de las mareas del mundo. Y el dios a quien prometí no molestar de nuevo a cambio de un gramo de morfina no tardó en devolverme el abandono.

miércoles, 22 de abril de 2009

Comiéndose el mundo

Mister Monster vomitaba copiosamente la realidad tragada la noche anterior. Se había empeñado en no fantasear con la claridad de la piel de Alma y ahora lo sufría. Hacía un tiempo que se había desacostumbrado a su abrazo ilegítimo, pero aún lograba tener delirios de su proximidad si se esforzaba. Entonces estiraba el cuello, majestuoso, como para ver y ser visto por encima de la multitud.
Podía, si valía la pena, quedarse quieto media hora y esperar, pero ahora ya nada valía la pena. La blancura de Alma se había extraviado en el hambre de otra mujer y se había quedado a habitarle.
Por eso Mister Monster se sacudía esta noche, desesperado, entre las nalgas de dos negras macizas y lloraba en su calidad permanente de cíclope. Mister Monster rosaba con los efectos de su llanto la escencia purasangre de las dos caribeñas, hasta que su espíritu desolado se mudaba de hemisferio y dejaba su nombre sin objeto de honra.
Alma cumplía su palabra respecto a la noche anterior: no se habría de quitar ni una prenda. Se levantó de la silla, le dió un beso a Mister Monster, pagó las putas y se fue con ellas a endulzar con sus faldas la noche.

martes, 31 de marzo de 2009

El hoyo negro de mi sirena varada en el obelisco

Tú, agujero negro, me llamas,
me sangras a la distancia,
pero no me tragas.

Yo camino hacia tu cuello,
te miro y me detengo.
Doy media vuelta, orbito.
Voy a tí, atrás, a mí,
de nuevo a tí y me quedo
en el filo de tu sombra.

Rehúso dejarme expulsar,
de la marea cálida y violenta
de tus laberintos acolchados.

Lo que yo quiero es extraviarme
en los vaivenes sincopados
de tu alma de sirena moribunda,
en los rincones oscuros de tu sangre,
saturar de mí cualquier instante
que se ligue a tu presencia y no parar,
desoír el veneno de los días
que me ordenan despreciar tu hambre
que me tiene y no me come.
Lo que yo quiero es dejar de sospechar
que tus cuchillos y tus huecos
no producen un gramo de belleza.
Lo que yo quiero es olvidarme
de que, en verdad,
no eres para tanto.

martes, 17 de marzo de 2009

Volverse no es volver

Heme aquí empaquetando la casa en el camión de la basura. Lo último de las mudanzas consiste en convertir la inutilidad de los desperdicios en velas o en pérdida de lastre. Aunque no vayas tú a pepenar mi pasado y a vestirte con él, lo dejo con otra intención: la de despojarme de la camisa de fuerza que ya está hecha harapos.
Heme aquí con nuevas gafas, de visita en mi antigua guarida, limpiando de mi polvo la ciudad, fotosintetizando hasta la luna.

lunes, 9 de marzo de 2009

Salida de misa

I
Karla viste una minifalda rosa. En sus ojeras de putita joven se adivina la repartición de paraísos que la noche no pudo acabarse. La luz del domingo le tomó por sorpresa y no tuvo tiempo de cambiarse. Se va semivestida a misa.
Karla se hinca y el cristo mira al techo para no verle las piernas. Desde abajo de la tela rosa se anuncia para todos los creyentes, en cálida humedad, el significado verdadero de la comunión.

II
A Karla le pagan poco por pecar y paga en especie para confesarse, pero no le importa: lo hace por pura convicción.
Pasa ya del mediodía cuando sale del templo. Ha hecho bien su penitencia y vuelve consagrada.

III
Calimán la mira desde lejos y sospecha. Apaga su cigarro en el periódico que le cobija y se hunde en el fuego de aquella semana santa y sus recuerdos, de los cuales no siente ya ninguna noción de pertenencia.
Karlita tenía entonces el pelo largo y la inocencia llena, y Calimán no era todavía un vagabundo. Calimán ha dejado de intentar reconocerse en la memoria de aquél tiempo.

IV
Habría preferido no volver a verlo jamás. Lo sabe ahora que, por obra del dios que acaba de santificarla o del diablo que la llena de gloria por las noches, reconoce al Calimán de la semana santa y se descubre a sí misma nómada nocturna.

V
Para Calimán no hay ya ningún velo. Se levanta del escalón, escupe el recuerdo del útero de Karla y camina.
Karla se detiene en la puerta del atrio y lo ve alejarse con más rapidez que el ritmo de sus pasos. Comienza a temer que sea ella quien lo aleja sin notarlo y va adquiriendo la certeza de que siempre ha sido así. Se ve interrumpida; alguien le rasca la nalga con el empaque de un condón. Ella lo mira y voltea de nuevo a la calle. Calimán se va haciendo un punto diminuto. El extraño la abraza por la cintura, la besa y toda la vergüenza del mundo la tira. Ya en el suelo, sola, llora.

sábado, 7 de marzo de 2009

Las heces de un amor, que era mentira

¿Para qué acabar de escribir la resaca, para qué buscarle un final, si ya lo ha hecho el bueno de joaquín? Puta!! qué soneto... qué mío sin haberlo hecho yo.

SILICONA

Ni imploro tu perdón ni te perdono,
ni te guardo rencor ni te respeto,
si tardo en devolverte el abandono,
repróchaselo al tono del soneto.

Rompe la veda, ensánchate, respira,
falsa moneda mancha a quien la acuña,
las heces de un amor, que era mentira,
no merecen el luto de una uña.

Ni sembraré de minas tu camino,
ni comulgo con ruedas de molino,
ni cambio mi mar brava por tu calma..

El matasanos que esculpió tus tetas
de propina, lo se por mis tarjetas,
te alicató con silicona el alma.

JS

Se acabo? Se acabó, pendeja.
Casi como "este ya", pero peor.

sábado, 17 de enero de 2009

Letras de madrugada

Raspadas, desquiciadas, cansadas, maltratadas, sin piel, llegan las rodillas de las palabras de esta velada. Nosotros las consentimos, las desinfectamos con alcohol que no les queme, las quemamos con el fuego que no les duele, las abrazamos, las dormimos con humo. Nosotros las sostenemos entre los dedos y les pedimos con un beso que se queden cerca. Les pedimos que nos hagan dormir con el placer que no sintieron en el largo viaje hasta nuestros labios. Nosotros las arrullamos y las mecemos. Nos quedamos con su escencia y dejamos que se vayan de madrugada. Las palabras pasan, a veces, sin dejar en los papeles su sombra, y nosotros, inocentes y borrachos, nos dormimos de cualquier manera.