jueves, 21 de mayo de 2009

Apología del cuerno no premeditado

La noche era una virgen en su mejor momento, regalo del campo, hacía gozar de la juventud que no se aparenta. En medio de la noche, ningún espíritu cantante era fantasma. Dijiste que tenías un amigo innombrable que iba a mostrarte el camino y te perdiste en la oscuridad.
Yo estaba en el tejado y alcancé a ver tu desnudez detrás de los brazos del monte. Esperé un rato y olí la presencia de tu sexo silencioso en vaivenes circulares, la conjunción insospechable de la noche y tus preciosas cavidades. Supe que no había ya forma de distinguir entre tanta y tanta negrura y comencé a extirpar tu ausencia con alcohol. Me tumbé cerca del fuego, para prohibirme imaginarte y para no helarme.

De atrás la cerca vino un remolino perverso a revolvernos los sueños. No llegó hasta acá. Árbol me lo dijo. Dijo que ahí estabas tu parada en medio de todo, sin nigún viento en la frente y sin más voluntad de llegar a los magueyes; y que ningún animal sabía si el remolino eras tú misma o si te había tomado cautiva.
Dijo también que cuando ya todos estaban temblando de frío y el cielo se había encapotado, desapareció el remolino de pronto y ya nadie podía verte.
Yo escuché clamores de auxilio y por eso desperté. Fuera del sueño había una calma tan grande que desespera y no encontraba en mí mismo ninguna intención.
Traté de salir, de moverme, pero no estoy seguro de que haya logrado hacer alguna de estas cosas. Recuerdo que vi una niebla dorada flotando alrededor. Era el crepúsculo al alcance de las manos y yo salí a metérmelo todo los bolsillos. Entonces la ví. Estaba sentada en el tronco que ardía y miraba al fuego y lo acariciaba. Sus manos eran algodón de selva plateada y sus ojos un pozo negro de estrellas.
Me acerqué y el futuro se hizo inmediato. Quise quedarme con ella y me metí en el fuego. Creía que sólo así, decantando del alma el cuerpo, podía cohabitar con los impulsos líquidos de su piel. Yo quise quedarme con ella y me metí por su boca y por sus venas. Herví y me mezclé con los latidos vaporosos de sus muslos. Descubrí que se resumía en ese sitio su existencia, que devoraban sus ojos la mitad de la luz del mundo y que a ellos se debía la llegada de la noche.
Era tanta la prisa que no había tiempo de sudar. No quise pensarlo dos veces. Yo tenía un rencor capaz de borrarte con un viento malvado y la puta era hermosa, y sus ojos eran ella y los habitaba la luna y, aunque su hechizo derretía y anclaba en el tiempo, quise quedarme con ella.

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