De la verga de un pendejo y de la vulva de una puta nació la egolatría hecha persona.
A los dos les hizo mucha gracia que no heredara lo mejor de ninguno, porque así no perdían ni pizca de su espuria superioridad.
Y creció ella y se hizo del tamaño del cielo para darnos sombra. Nos enseñó a tirarnos pedos, a reparirla en los suspiros silenciosos de los intestinos y, a cambio, nosotros, los hombres del horizonte en las pestañas, nos fuimos al mar y ahí la emburbujamos y la erosionamos. Logramos despojarla de su caracter imperativo y miope y nos fuimos. Pero jamás lograron desenredarse su ascendencia y su olor de nuestras patas. Y así, por eso, cuando corremos -y más cuando volamos-, desde el suelo, nos llueve polvo de cagada.
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