lunes, 29 de junio de 2009

La fuerza de la gravedad extrapolada a condiciones humanas.

El día que Maruja me dejó sospeché que había alguna especie de similitud maliciosa en los fenómenos del mundo. Yo estaba terminando de embrutecerme con la tercera caguama, enfrente del monitor en el que leía sobre la ley de Coulumb, una noche antes de mi desafortunado examen de física para tontos. Aunque me parecía claro que cada vez estaba menos listo para levantarme a las ocho de la mañana, podía sentir que el dolor del abandono se desvanecía. Por supuesto que estaba enredado con tantísimas cosas. Sobre todo me sorprendía la disposición de las cargas eléctricas. Me molestaba tener la característica de ocuparme de las cosas más escenciales e inservibles: ¿Los campos eléctricos realmente "existen"? Me molestaba la idea de no tener un nombre para las almas diminutas que forman todo. ¿Materia o energía? ¿Qué tal si las llamamos chingaderas y nos dejamos de pendejadas? ¿Qué tal si no las llamamos y mejor nos vamos a dormir? Estas nimiedades carentes de gracia no hacen, casi, reir a nadie, pero para esas alturas de la noche había yo adquirido ya una agudísima sensibilidad para convertir cualquier estupidez carcajadas.

- ¡Eh, Rodolfo! ¿Puedes creerte esto? Yo no me lo creo...
- Dejame ver... Pues sí. Claro.
- Pero si la cosa es como tu dices, entonces quiere decir que yo la atraigo con la misma fuerza que ella a mí.
- Pues sí. Claro.
- ¿Y no te parece que el mundo es injusto? ¿De verdad crees que sea correcto que si estamos los dos jalando con los mismos huevos, en el momento en el que uno resbala un poquitín, sea siempre yo el que acabe más jodido?
- Pues sí. La vida es un poco injusta, si lo miras así.

Interrumpí la conversación y seguí cavilando, Indio en mano, y sollozando risitas. Perspectiva; ése era el concepto. Lo había escuchado de un mesías con anterioridad y ahora lo escuchaba de nuevo. Claro que el mundo es enorme y que uno no puede acabar de entenderlo, pero quizá no era necesario hacerlo para poder sacar provecho. Yo tenía una ventaja suprema (además de tener la cuarta caguama en el refrigerador): podía definir las cosas a mi antojo.

Tuve que excusarme con el profesor al día siguiente por la impuntualidad y por no haber completado las tareas del curso. Lamentablemente hizo gala de una inexorabilidad que rayaba en lo absurdo. Pasó de ahí: no lo dijo, pero insinuó que era yo un huevón.
Yo habría querido defenderme con los elementos aprendidos en el curso (al cuál nunca asistí). Lo había preparado la noche anterior, un discurso celestial que me fue revelado por la noche de embriaguez en el cuál se discutía con impecable elocuencia sobre la escacez de motivos para culparme por ser un huevón, dado que la naturaleza minimizaba siempre la energía potencial. Además yo estaba por encima del promedio y tenía dos ventajas supremas... la noche anterior. Debió ser una suerte de justicia divina, o una inercia desafortunada de mi decreciente condición alcohólica, pero llegado el momento no pude recordar nada. Sólo me quedé mirándolo a los ojos y, como él era más mudo que yo, tampoco dijo nada. Nos telepateámos en medio segundo:
- Pinche huevón.
- Pinche marica.
Y me fui a reposar las ideas de todo el semestre a la sombra de un arbolito, en un jardín en el que justo después de quedarme dormido, encendieron los aspersores.

sábado, 6 de junio de 2009

finales

A mis cuentos, quitádles el final, y quedarían aceptables. Tengo que disculparme por meterles finales, pero no concibo cosas sin ellos. Cualquier momento, cualquier actividad tiene plazo para ser terminada. Tanto que no nos fijamos en pendejadas como que "llegó para quedarse" no tiene ningún sentido. Tanto como para entender que ningún final es un final verdadero. Tanto que perdemos de vista que el final de las cosas es algo que inventamos y no hemos llegado siquiera a experimentar.

viernes, 5 de junio de 2009

Órbitas

Ante todo, me preguntaba con frecuencia por qué a los árboles no se les había ocurrido alguna vez salir de paseo. Solía sentir tan seria ansiedad por conocer esa respuesta que me hice aficionado al arte minucioso de cultivar arbolitos. Bonsai, les llamaban. Decían que los orientales comenzaron a jugar a empequeñecer los árboles, pero sus motivos nunca me importaron. Apenas me importaba el nombre, que memoricé un día sin darme cuenta.

La razón por la cuál los mantenía yo prisioneros en tan crueles macetitas era otra. Nacía enteramente de mi curiosidad y mi ignorancia, o quizás la suya. Lo que yo quería saber, en principio, era qué los había impulsado a quedarse sedentarios y callados. Entonces, con cierta periodicidad, los sacaba de la maceta y les hacía cosquillitas en las patas, que les crecían por montones, pero se negaban a mover. Todas las tardes iba yo, como quien sale a caminar con su perro, con mi remolque de arbolitos. Me sentaba en el parque, a la sombra de los eucaliptos, y ahí dispersaba mi arboleda miniatura. Con el tiempo, acababa recostado con la cabeza contra un tronco, dormitando, y sólo entonces me daba cuenta de que habían pasado ya dos horas y que los árboles no se habían dicho ni una palabra.

Después de un buen rato traté de obligarlos a salir. Comencé alejándoles del agua y las ventanas y acabé quitándoles la tierra, consternado de que sus patas estuvieran más dispuestas a crecer que a articularse y desplazarlos por el mundo. Por supuesto que los maté. Había que ser un tonto para no darse cuenta, pero los maté de todas formas. Uno a uno, el perchero de mi casa se fue llenando de esqueletos de arbolito.

Algunas veces me daban ganas de volver del viaje. Sucedía, supongo, porque uno se desorienta de encontrar tantos sitios para el mismo amanecer. Aún hoy no logro encontrar en mi más lejana y microscópica ascendencia, el punto en el que perdimos la intención de volvernos sedentarios en cualquier lugar y en cualquier tiempo; pero he logrado, al menos, entender la necesidad de echar raíces. También he llegado a sospechar que el momento para quedarse quietos haya sido menos azaroso para mis árboles que para mí. Me he convencido de que su voluntad primigenia, la que empollaba en su infancia de semillas, era de tamaño tal que sometía al agua y al viento para que los llevaran a su rumbo favorito. Me he convencido de que es mucho más torpe nuestro errar de bípedos sin conciencia, el de buscar sin saber lo que queremos hallar, que la insospechable clarividencia con la que encuentran su sitio las semillas voladoras.

Difuntos e incomprendidos, mis arbolitos me embarcaron en el viaje rotacional de la tierra sin ningún otro matiz. Ahí me quedé yo mirando sus cadáveres en la percha y me hice uno con el sillón. Dicen que cuando se cambia de hemisferio uno se desfasa dos estaciones, pero conmigo no sucedió así. Estaba tan desparramado por el mundo que el invierno era como si me destapara un pie durante la noche y el verano era las ganas de escapar. Tan por encima de todo que sentía las lluvias antes de que se formaran y en los rumores del viento venían los mensajes de los pocos sitios que quedaban a oscuras.

Yo iba viajando hacia la luna en un ferrocarril de mil ochocientos veintinueve y estaba harto de la distancia y la lentitud. Estaba harto, además, de irme adelgazando con cada metro de altura, harto de tragar una comprensión que hacía un rato había dejado de desear y harto, sobre todo, de no poder cerrar los ojos. Pero aunque moría de ganas por volver, no estoy convencido de que haya sido esa la razón por la cual salté.

Nunca llegué a tocar el suelo. No terminé nunca de caer. La luna sigue tan cerca que ciega y marea. No me interesan ya los misterios de los árboles y estoy flaco. Estoy flaco de las ansias de saber, cumplidas a medias, y de la imposibilidad de decidir lo que uno quiere recordar. Estoy flaco de tener que reafirmar mi culpa para poder amainarla. Flaco de seguir orbitando y no poder parar.

Tú miras más a la luna y prefieres el silencio. Tú te quedas lejos para no desvelar tu intenciones. Voy a arrancarte uno a uno los hilos de tu voz. Voy a usar tu voz para encordar mi arpa y encantar a todos los follajes. Voy a usarte para que me perdonen, para poner de nuevo los pies en la tierra. Todo ocurrirá con bastante rapidez, sin hacer alusiones a nieblas ni a brebajes. Un momento serás dueña de tu voz y el siguiente será un instrumento mío. Podría enternecerte el corazón diciéndote que, en realidad, todo lo que quiero es volver. Pero la verdad es que yo, tortamundos, te miro, y siento terrible ansiedad por entender qué es lo que te impide acompañarme.

miércoles, 3 de junio de 2009

Magia negra

Magia del contraste de la noche y las estrellas, magia del color del cielo, magia recurrente, magia pegajosa, magia soluble, vapor de magia y fugas de magia, magias viajeras.
Plegarias magias, mieles de canto, cañas de noche, notas salvajes, sueños sin soles.
Magias totales, exentas, independientes, ajenas y desinteresadas de toda adjetivación. Magias escencias, magias burbujas, magias de vientos y aromas reacios de quedarse en un solo tiempo.
La magia es. La magia no se justifica. La magia no se atrapa. La magia está en las volutas de humo, en las aves que vuelan solas de madrugada, en la sombra de tus cejas y el color de tus labios. La magia es la que sube en espirales y retoña invisible de noche. La magia llueve como el rocío y se queda a habitar en tu sueño. La magia se escapa por las mañanas y su ausencia se llena de viento.
Magia está llena de misterios. A Magia le encanta vagar por los parajes más sórdidos y meterlos en tu casa. A Magia le fascina asfixiar.
Magia no tiene cara ni forma. Magia puede sólo adivinarse. Magia es un esbozo de totalidad, de claridad, de certeza. Magia atrae y disipa el miedo. Magia es, a veces, nada.

martes, 2 de junio de 2009

Delira y se marchita

Delira y se marchita en el corral, pobre sirena mía. Yo quise tomarla entre mis brazos para revivirla, podarle los codos, cubrirla con jícaras de coco, velarla tres semanas enteras y, al soplar en sus labios, voló como el polvo.

Yo me había estado preguntando los últimos días, antes de que se fuera, cómo sería ver morir una sirena. Me la imaginaba creando nuevas capas de azul, inventando colores luminosos y cantos frescos de conchas de mar. La imaginé muriendo sola. Nunca con otras. Debió ser por alguna artimaña del destino, que se empeña en no plagarnos la cabeza de cosas buenas y vicios deliciosos.

Todos los placeres del mundo tenían que morir con ella, pero habrían de hacerlo desprovistos de agonía; tendrían que explotar, como librándose por fin de la jaula hermosísima que los exhibe y los arrastra en cantos perezosos de ballenas.

Ya iba a salir de casa cuando la vi y la golpeé esperando no haberla reventado en vida, pero sí haberla matado. Me distraje paseando y pasó un siglo antes de que me atreviera a mirarle la cara. Era una guerrera ancestral victimizada por la metamorfosis de Kafka, esta cucaracha. Había viajado hasta mi puerta para responder cómo muere una sirena y, aunque supongo que tenía que matarla para que pudiera mostrármelo, no puedo evitar sentir el fondo de todos los mares incubando debajo de mi casa.

Esta cucaracha mensajera de las voces del mundo delira y se marchita con estremecimientos decrecientes. Es incapaz de desplazarse, pero mantiene todavía la fuerza para mover las patas que le quedan y sus finísimas antenas. Si, su fuerza no le viene desde adentro. Le llega desde lejos, de ahí donde cohabitan los esbozos de criaturas increíbles que no hemos todavía logrado imaginar.

Sí. Sé que no merecía morir así, atontada por un zapatazo y envenenada después, pero cuando asesté el golpe ignoraba todavía su identidad. Sí, también sé que me estoy cargando la maldición de verme cerca, pero aislado de su mundo y, sin embargo, no puedo honrarla. No puedo incendiarla y no puedo enderezar sus patas y sus alas abolladas, porque están hechas de imaginación de otra galaxia. No puedo hacer más que amar su impaladeable agonía, que ha hecho el milagro de borrar su repugnancia. No puedo más que esperar que su ánima se encharque en mi suelo. No. No me atrevo siquiera a pensar echarla a la basura.

Ya se ha quedado quieta. Quizás haya llegado el tiempo de redimirse. Hace un rato se puso panza arriba para espantar la muerte con sus patas, pero ahora está callada. Ya no tiene cantos de sirena, ya no tiene almas de reyes llegándole por los hilos invisibles del tiempo a sus antenas. Así, panza arriba, esta cucaracha es una escultura de las noches duermevela que anidan en mi cuello. Ya hay que quitarla del camino. Pobre polvo de mi viento, pobre sirena mía.