martes, 2 de junio de 2009

Delira y se marchita

Delira y se marchita en el corral, pobre sirena mía. Yo quise tomarla entre mis brazos para revivirla, podarle los codos, cubrirla con jícaras de coco, velarla tres semanas enteras y, al soplar en sus labios, voló como el polvo.

Yo me había estado preguntando los últimos días, antes de que se fuera, cómo sería ver morir una sirena. Me la imaginaba creando nuevas capas de azul, inventando colores luminosos y cantos frescos de conchas de mar. La imaginé muriendo sola. Nunca con otras. Debió ser por alguna artimaña del destino, que se empeña en no plagarnos la cabeza de cosas buenas y vicios deliciosos.

Todos los placeres del mundo tenían que morir con ella, pero habrían de hacerlo desprovistos de agonía; tendrían que explotar, como librándose por fin de la jaula hermosísima que los exhibe y los arrastra en cantos perezosos de ballenas.

Ya iba a salir de casa cuando la vi y la golpeé esperando no haberla reventado en vida, pero sí haberla matado. Me distraje paseando y pasó un siglo antes de que me atreviera a mirarle la cara. Era una guerrera ancestral victimizada por la metamorfosis de Kafka, esta cucaracha. Había viajado hasta mi puerta para responder cómo muere una sirena y, aunque supongo que tenía que matarla para que pudiera mostrármelo, no puedo evitar sentir el fondo de todos los mares incubando debajo de mi casa.

Esta cucaracha mensajera de las voces del mundo delira y se marchita con estremecimientos decrecientes. Es incapaz de desplazarse, pero mantiene todavía la fuerza para mover las patas que le quedan y sus finísimas antenas. Si, su fuerza no le viene desde adentro. Le llega desde lejos, de ahí donde cohabitan los esbozos de criaturas increíbles que no hemos todavía logrado imaginar.

Sí. Sé que no merecía morir así, atontada por un zapatazo y envenenada después, pero cuando asesté el golpe ignoraba todavía su identidad. Sí, también sé que me estoy cargando la maldición de verme cerca, pero aislado de su mundo y, sin embargo, no puedo honrarla. No puedo incendiarla y no puedo enderezar sus patas y sus alas abolladas, porque están hechas de imaginación de otra galaxia. No puedo hacer más que amar su impaladeable agonía, que ha hecho el milagro de borrar su repugnancia. No puedo más que esperar que su ánima se encharque en mi suelo. No. No me atrevo siquiera a pensar echarla a la basura.

Ya se ha quedado quieta. Quizás haya llegado el tiempo de redimirse. Hace un rato se puso panza arriba para espantar la muerte con sus patas, pero ahora está callada. Ya no tiene cantos de sirena, ya no tiene almas de reyes llegándole por los hilos invisibles del tiempo a sus antenas. Así, panza arriba, esta cucaracha es una escultura de las noches duermevela que anidan en mi cuello. Ya hay que quitarla del camino. Pobre polvo de mi viento, pobre sirena mía.

1 comentario:

PAPRIKA dijo...

GENIAL TEXTO


M E E N C A N T O!!!

XD