viernes, 5 de junio de 2009

Órbitas

Ante todo, me preguntaba con frecuencia por qué a los árboles no se les había ocurrido alguna vez salir de paseo. Solía sentir tan seria ansiedad por conocer esa respuesta que me hice aficionado al arte minucioso de cultivar arbolitos. Bonsai, les llamaban. Decían que los orientales comenzaron a jugar a empequeñecer los árboles, pero sus motivos nunca me importaron. Apenas me importaba el nombre, que memoricé un día sin darme cuenta.

La razón por la cuál los mantenía yo prisioneros en tan crueles macetitas era otra. Nacía enteramente de mi curiosidad y mi ignorancia, o quizás la suya. Lo que yo quería saber, en principio, era qué los había impulsado a quedarse sedentarios y callados. Entonces, con cierta periodicidad, los sacaba de la maceta y les hacía cosquillitas en las patas, que les crecían por montones, pero se negaban a mover. Todas las tardes iba yo, como quien sale a caminar con su perro, con mi remolque de arbolitos. Me sentaba en el parque, a la sombra de los eucaliptos, y ahí dispersaba mi arboleda miniatura. Con el tiempo, acababa recostado con la cabeza contra un tronco, dormitando, y sólo entonces me daba cuenta de que habían pasado ya dos horas y que los árboles no se habían dicho ni una palabra.

Después de un buen rato traté de obligarlos a salir. Comencé alejándoles del agua y las ventanas y acabé quitándoles la tierra, consternado de que sus patas estuvieran más dispuestas a crecer que a articularse y desplazarlos por el mundo. Por supuesto que los maté. Había que ser un tonto para no darse cuenta, pero los maté de todas formas. Uno a uno, el perchero de mi casa se fue llenando de esqueletos de arbolito.

Algunas veces me daban ganas de volver del viaje. Sucedía, supongo, porque uno se desorienta de encontrar tantos sitios para el mismo amanecer. Aún hoy no logro encontrar en mi más lejana y microscópica ascendencia, el punto en el que perdimos la intención de volvernos sedentarios en cualquier lugar y en cualquier tiempo; pero he logrado, al menos, entender la necesidad de echar raíces. También he llegado a sospechar que el momento para quedarse quietos haya sido menos azaroso para mis árboles que para mí. Me he convencido de que su voluntad primigenia, la que empollaba en su infancia de semillas, era de tamaño tal que sometía al agua y al viento para que los llevaran a su rumbo favorito. Me he convencido de que es mucho más torpe nuestro errar de bípedos sin conciencia, el de buscar sin saber lo que queremos hallar, que la insospechable clarividencia con la que encuentran su sitio las semillas voladoras.

Difuntos e incomprendidos, mis arbolitos me embarcaron en el viaje rotacional de la tierra sin ningún otro matiz. Ahí me quedé yo mirando sus cadáveres en la percha y me hice uno con el sillón. Dicen que cuando se cambia de hemisferio uno se desfasa dos estaciones, pero conmigo no sucedió así. Estaba tan desparramado por el mundo que el invierno era como si me destapara un pie durante la noche y el verano era las ganas de escapar. Tan por encima de todo que sentía las lluvias antes de que se formaran y en los rumores del viento venían los mensajes de los pocos sitios que quedaban a oscuras.

Yo iba viajando hacia la luna en un ferrocarril de mil ochocientos veintinueve y estaba harto de la distancia y la lentitud. Estaba harto, además, de irme adelgazando con cada metro de altura, harto de tragar una comprensión que hacía un rato había dejado de desear y harto, sobre todo, de no poder cerrar los ojos. Pero aunque moría de ganas por volver, no estoy convencido de que haya sido esa la razón por la cual salté.

Nunca llegué a tocar el suelo. No terminé nunca de caer. La luna sigue tan cerca que ciega y marea. No me interesan ya los misterios de los árboles y estoy flaco. Estoy flaco de las ansias de saber, cumplidas a medias, y de la imposibilidad de decidir lo que uno quiere recordar. Estoy flaco de tener que reafirmar mi culpa para poder amainarla. Flaco de seguir orbitando y no poder parar.

Tú miras más a la luna y prefieres el silencio. Tú te quedas lejos para no desvelar tu intenciones. Voy a arrancarte uno a uno los hilos de tu voz. Voy a usar tu voz para encordar mi arpa y encantar a todos los follajes. Voy a usarte para que me perdonen, para poner de nuevo los pies en la tierra. Todo ocurrirá con bastante rapidez, sin hacer alusiones a nieblas ni a brebajes. Un momento serás dueña de tu voz y el siguiente será un instrumento mío. Podría enternecerte el corazón diciéndote que, en realidad, todo lo que quiero es volver. Pero la verdad es que yo, tortamundos, te miro, y siento terrible ansiedad por entender qué es lo que te impide acompañarme.

3 comentarios:

aleco dijo...

Lord! buenisima, la verdad que me levante con ganas de leer algo muy bueno, y lo logre.
Quisiera poder hacer algun comentario un poco mas poetico, pero no puedo, soy yo, asi que te dejo nomas con mi buena impresion.
Un abrazo!

Unknown dijo...

No pudo ser mejor.

Lord Hawreghi dijo...

Gracias! (ale)
Gracias! (mane)