Tu tiempo es mi tiempo y es el mismo de todos sólo porque estamos demasiado cerca. De tu tiempo y el mío y la sensación ilusiora de que fluye, de que lo tenemos a mano aunque no podamos detenerlo y existimos dentro de él, surge el primer asalto. Al tiempo no lo tenemos más que cuanto somos tiempo. Nosotros dentro del tiempo o el tiempo dentro de nosotros son imágenes que nos sirven únicamente para representar nuestra propia mortalidad; la utilidad de nuestros actos. Tu tiempo es solamente constante para ti y lo mismo sucede con el mío. El despojo colateral del primer asalto es la pérdida total de la esperanza de ser más grandes y vivir a prisa para vivir más. Con nuestro tiempo medimos el tiempo de todos los demás, como medimos cualquier cosa al compararla con las cosas nuestras. Respecto al tiempo sucede que lo único nuestro es la sensación de su existencia (hasta donde pueda afirmarse que las sensaciones, por el simple hecho de sentirlas, nos pertenecen), como ocurre con todos los alrededores. Nadie puede proclamarse propietario de un color, de un pedazo de tierra, de un trozo de aire, ni siquiera de su propio cuerpo, porque en algún momento el cuerpo mismo lo abandona; se enmascara, si, pareciendo el mismo de antes en cada momento, pero con tanta comida y tanta mierda, con tanta respiración, tantos orines, lágrimas, escupitajos, contactos, seguro es que no somos los mismos átomos que eramos hace veinte años.
De este concepto del yo cambiante nace el segundo asalto. Éste es especial porque está efectuado a dos manos; nuestro cuerpo no es el mismo en dos instantes distintos y tampoco lo es nuestra mente. El concepto de identidad se derrumba ante nosotros y ni siquiera el de evolución o el de efímero pueden remplazarlo con plena satisfacción. Ante la imposibilidad de definir con firmeza lo que somos por lo que recordamos, lo que hemos hecho o lo que hemos sido, lo que pensamos, lo que sentimos, tenemos que recurrir al recurso desesperado de añadir a la larga definición: "y en lo que hemos de convertirnos". Pero esto filtra el azar en nuestra respuesta y no es más acertado que decir, con más simplicidad: "no sé".
Al pensar en nuestra propia identidad como una colección de objetos pasados bien definida, al menos a la luz de nuestras medidas, y una colección de objetos futuros bien borrosos, uno no puede evadir la sospecha de cierta malicia en la concepción del mundo, o de una estupidez inconmensurable en nuestro oficio de responder las preguntas de la vida. Para dar una definición incólume de nuestra identidad, uno recurre a fijarla de todas las condiciones conocidas. Pero un solo argumento suelto, dejado al azar, nos imposibilitaría responder con absoluta precisión a quiénes somos. Nuestra otra opción, tan milagrosa como la anterior es permitir a propósito los cabos sueltos, los azares, y afirmar que de hecho recorremos todos los caminos posibles y bifurcamos para adelante y para atrás y el yo que te responde ahora no es el mismo yo que te respondería si juanito no hubiera estorundado (dejando de lado que ayer me rompí una uña, y si no lo hubiera hecho las condiciones serían distintas). ¿Cuántos cabos sueltos? Al parecer todos, porque no podemos tener un infinito no numerable de condiciones controladas, y entonces nuestra bonita respuesta sería: "yo soy todo". Bien por los narcisistas.
De fijar todas las condiciones resulta un universo susceptible de ser conocido a priori, y la respuesta precisa de quiénes somos, pero también la desaparición total de nuestro libre albedrío. Habiendo aceptado previamente que nos definimos por las circunstancias del mundo, lloramos porque el dejar tan sólo una condición al azar arroja una infinidad de posibles identidades nuestras, por no hablar de lo que pasaría al dejar todos los cabos sueltos. De esta dicotomía endiablada, en la que no podemos hacer más que perder, nace el tercer asalto.
De los despojos sufridos por primer asalto y el segundo podemos culpar sin sentir remordimiento a la cultura arcaica en la que nos hemos desenvuelto, pero ¿hacia donde gritar para recibir auxilio por los daños del tercero? ¿a quién hemos de acusar de no habernos dotado de una conciencia natural del infinito? Nuestra búsqueda de dios, frustrada en tan numerosas ocasiones, nos empuja a rezar el credo supremo de estar agradecidos por lo que se nos da, en vez de clamar a quien tenga que clamarse porque nos quite la estupidez y la ceguera, por que nos haga, en verdad, a su imagen y semejanza.
Irónicamente, y para confirmar la malicia, en esta encrucijada, debemos elegir elegir o elegir no elegir. Irónicamente, la sugerencia es que lo único que de verdad nos pertenece son la conciencia y la fe, que nos son, además, inalienables.
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