viernes, 10 de julio de 2009

Del café y los palpitares

Una mesa sin manchas de café no es más mujer que una cama con sábanas virgenes. No se adivinan en sus tablas los viajes espirales que revuelven los recuerdos y la imaginación, porque no hay huellas dónde encajar ninguna caminata. El café guarda en sus aromas los motivos que impulsan al azar a ser impredecible. El café tiene la memoria de todas las intenciones del mundo, y no derramar una gota sobre la mesa es privarla de la conciencia sempiterna de nuestros deseos, porque el café también nos descifra a nosotros. No mancharla de nuestra activa inconciencia es egoísta, es como no sembrar en los poros del colchón besos que vayan a abrazarnos de noche a nosotros, a ella, o a cualquier beneficiario ocasional de nuestro cuarto; es como no sudar alcohol encima de las brasas que nos marcan a uno propiedad del otro, o alquiler del otro, o parte del otro, o el otro.

El oficio de maravillarse tiene pautas de escasos grados de libertad. El café lo sabe desde siempre y combina el orden de los desvelos para lograr distintos resultados. Lo que es invariante es que comienza diciendo te quiero y abraza. De ahí en adelante, nunca somos suficientemente viejos para saber qué esperar y nadie ha vivido suficiente para descubrir su proósito verdadero.

Ella era ciega a todas las sutilezas. El café se le resbalaba como al plástico y no tenía corazón de árbol ni pasados boscosos ni los oídos sensibles con los que se descifra el dialecto de los follajes. Tenía desde siempre deseando un abrazo y un te quiero y la levitación mínima que pudera mostrarle el siguiente paso. Esa noche volví de la calle con la lluvia en los zapatos, resuelto a mostrarle el mundo extralitosférico que no conocía. Esa noche traía yo una mujer, y como toda mujer tiene el café en las entrañas, la levanté como en un sacrificio, le evaporé la lluvia a oscuras y, en medio de toda esa niebla, se la derramé encima.

Todos los desayunos posteriores resultaron extraños. Toda taza de café que se posaba en la mesa adquiría un gusto de cemento exaltado, de orgullo de abuelos y agitación de muchacha... y en cada momento había un murmuro siseante de una constancia tal que cuando se agotó la pila del reloj, no hubo necesidad de reemplazarla.

1 comentario:

PAPRIKA dijo...

Con su texto me dieron ganas de un cafe...

mire que disfruto tanto de su aroma y su sabor.

re-leere su texto acompañada de una buenza taza ;)


saludos!!!