lunes, 6 de julio de 2009

Fantasma

Había estado encerrado durante meses, dedicado por completo a la contemplación de la estela púrpura de su aura y al estudio minucioso de toda pista que pudiera revelarme en sueños la ubicación en la que quiso ocultarse. Yo había sido sitiado por el tiempo en numerosas ocasiones y había acabado por perderle el miedo. Sabía que el agua y la comida eran sólo paliativos del hambre verdadera del alma y decidí echar todos los suministros por la ventana. Estaba francamente dispuesto a encontrarla o morir en el intento. Con el curso de las semanas se fue haciendo claro que afuera el mundo se había cansado de mantenerse entero en sus galopes circulares y ahora comenzaba a disolverse en el espacio. El sol se hacía más grande cada vez y cada vez la luna se mostraba menos, debilitada hasta la antipatía por la repetitividad de todas las órbitas.

Me vi forzado a un cambio inminente de estrategia, un intento desesperado de hallarla antes de que todo acabara. Era, en realidad, el abandono impulsivo de toda estrategia, el patalear sin rumbo de los pies de los ahorcados, que conocen por experiencia vitalicia que no se puede nadar en el aire pero lo intentan de todas formas. Vagué. Me hallé surcando el pavimento entre ventiscas lluviosas cada vez más apocalípticas.

El día que dejé de elevar mis plegarias al cielo lo hice convencido de que el dios al que todos rezaban carecía de bautismo. Pasé cada día posterior a ese momento tratando de hallar un nombre que se adecuara a su misterio y a mis sospechas injustificadas de su ubicación. Toda intención de crecimiento espiritual se perdía como las cartas sin destinatario, y como el remitente siempre era yo, mis plegarias venían a mi justo después de haberlas echado al aire. Resolví entonces que, como dios había existido siempre y yo no recordaba haberlo hecho, entonces tendría que habitar dios dentro de mí. Pero además dios está en todas partes y yo nunca pude expandirme seis metros más allá de mi piel, y sólo supe de cuatro personas que recibían extraviadas plegarias mías. Intenté llamarle El Múltiple, pero pronto empecé a percibirlo como un monstruo de infinitas cabezas que se colaba en todo y el nombre no duró mucho. Me molestaba el concepto de vacío, la enorme violación de la intimidad que existiría si hubiera algo en todas partes, y decidí darme una tregua.

Nunca, hasta hoy, intenté volver a pensarlo. No se por qué salió del exilio al que lo condené y volvió a dibujarme en los oídos la ruta de regreso hacia ella. A veces hasta creo que, en la medida de sus posibilidades, la hizo lo más corta posible. Escapé de la tormenta metiéndome en una puerta angosta que escupía unas escaleras ásperas, oscuras y larguísimas. El sonido del paraíso venía de ahí dentro y yo corrí a recoger cualquier migaja aunque tuviera que robarla.

Ya estaba ahí, detrás de unas cortinas de lágrimas de hielo, estaba ella. No gozaba ya de la fascinación antiquísima que le hacía teñir el mundo del color del hambre de quien la miraba. Se paseaba por encima de todos sin desear la más mínima veneración y se había vuelto hipermétrope de los afanes del mundo. Vestía anacrónica para ocultar las pantorrillas y para despistar a sus espectadores furtivos, que la miraban cuando ella no los veía, ya estuviera de frente o de espaldas. Qué delicia. Ellos eran un público nuevo, maravillados hasta la euforia por haber descubierto en su voz mundos a los que habían estado ciegos, ubicados en medio de todo lo que habían visto, en los espacios donde creían que había sólo nada, mundos que seguían estando más allá de su imaginación, y les resultaban completamente indescriptibles, irreproducibles e inútiles.

Yo había aprendido, años atrás y en un sitio distante, a desenmascarar de detrás de la sombra de su sombrero tinto de Al Capone su cara, y de debajo de sus encajes violeta, una agilidad intempestiva y violenta, ajustada solamente por los latidos de un rincón de voluntades fortuitas pero caprichosamente atinadas. En su aliento se respiraba el aire de quienes conocen ya todos los caminos y yo no tenía más intención que recuperarlo.

Esperé toda la noche en una esquina poco iluminada, lejos de la concurrencia que había viciado con su asombro el lugar. Había más razones para alejarse, como guardar la distancia con los espectadores, que sucumbieron a una idiotez paralítica que les hacía llenarse de baba sus propias copas; o negar la decadencia del presente, que nadie además de mí podía notar mientras durara su canto; o el tiempo estancado entre las mesas y el techo; o la calidad translúcida, cada vez más evidente, de mis extremidades inferiores.

Hizo una pausa. Fue largamente aplaudida y bajó a la barra a tomar una copa. El mundo no acababa de recuperarse de la inercia de la inmovilidad y yo corrí a encontrarla. Choqué con todos sin tropezar con nadie. Me acerqué por detrás, la llamé y el lugar entero se llenó de espanto. Los clientes respiraron de pronto el tiempo perdido y se agolparon en las escaleras.

Ella estaba apretada contra la barra, incrédula, vuelta hacia mi. "Soy yo", le dije para calmarla, y el terror se le escurrió hasta las piernas. Extendí mi mano para acariciarle el pelo, pero no pude tocarla. En medio de un grito huyó, tropezando con todo, menos conmigo.

3 comentarios:

Unknown dijo...

"yo corrí a recoger cualquier migaja aunque tuviera que robarla"

¿Y qué pasó?

Unknown dijo...

-Mi favorito-

Lord Hawreghi dijo...

Pues... ocurrió que no pude siquiera tocarla