martes, 14 de julio de 2009

La juventud era él.

Cada tarde se sentaba doña María con una taza de canela en la puerta de su casa a ver la lluvia que cayó el dieciocho de julio del sesenta y cuatro. En medio de la cuadra, desanimando hasta al viento, se le oía decir:
- La juventud emigra.

Doña María, que antes de doña fue sólo María y no era de Manuel más de lo que era de ella el agua del río que la bañaba sin darle aviso de la agudeza de mis ojos detrás de la arboleda, bebía de la taza repitiéndose que ésta era la última tarde que pasaba sin saber por qué se fue un día Manuel sin decir nada.

Cada tarde se acababa la canela y se iba a llover los recuerdos a la recámara y cada tarde era terca vencedora del ultimátum débil de María y negaba la lluvia añeja y la nueva.

La partida de Manuel era la fuente de todas sus preguntas. Con él, los misterios del mundo tenían explicaciones de una sencillez insospechada , pero su ausencia había sido entera y definitiva, y Manuel había arrastrado con sus pasos todas las respuestas.
- ¿Cómo se explica que tengamos prefijos de dones si el tiempo nos va enchaparreciendo y despintando hasta el pelo? Los años han de caernos entonces encima y la gente ha de leernos de arriba a abajo... pero Manuel no se yuxtapone a ningún don y nada puede leerlo.

Hasta el día que se fue, María nunca dudó del buen corazón de Manuel. A veces pensaba que se había ido con una mujer más joven, que lo había perdido todo en el juego, que se había llevado su alma el diablo... pero nada de esto es cierto. Yo estuve ahí la noche que se fue Manuel sin decir una palabra y nunca quise arriesgarme a decir la verdad.

Esa noche, durante su ausencia, yo planeaba aprovechar el sonambulísmo típico de María para recordarla toda la vida. Al principio estaba convencido de que María estaba soñando, pero ahora lo dudo un poco. Me senté con ella al borde de la cama, tomamos un carajillo y llegado el momento me pidió que le trajera un vaso de agua. En la cocina estaba Manuel, burbujeando palabras ininteligibles, sentado al fondo de la pila. Lo saqué de los cabellos y lo abofeteé, pero no pude entender sus balbuceos. Corrí a la recámara a ver a María y la hallé encharcada en la cama, como si se hubiera desprendido de todas las sonrisas a través de su sudor. Yo ya no quería recordarla para siempre. No así. Volví a la cocina, donde Manuel recuperaba el habla sin hallar la lucidez y así es como supe lo que debió saber ella.
- Hay ilusiones mías que se destripan entre ellas. Puro egoísmo perfumado, vieja. Yo no aguanto ver al mundo partiéndose por los caprichos míos... al mundo que es mundo sólo porque yo lo nombro. Estoy muy triste, vieja. No digas que no quieres verme así, que si me quieres has de querer verme, como sea. El problema es que yo quiero y quiero y no puedo querer dos veces. Querer tres es demasiado, vieja. Me quiero de esta manera y te quiero a ti y quiero que no me cambies ni te cambies. Querer tres es demasiado, vieja. Estáte bien.

Y así, cambiando su permanencia por la esperanza de la felicidad de ella, se fue chapoteando los huaraches en el lodo de la llovizna repentina que cayó el dieciocho de julio del sesenta y cuatro y paró cuando logré despertar a María, quien existió desde entonces con el alma inmóvil, como clavada en la tierra que absorbió la lluvia del sudor donde se disolvieron sus sonrisas; en la misma tierra que se comió las huellas de la partida de Manuel el día que todos los misterios del mundo se volvieron de pronto indescifrables.

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