jueves, 1 de octubre de 2009

La búsqueda inútil del amor

La diferencia única de esa noche y las del resto de su vida después de su temprana adolescencia fue que se acostó boca arriba en un lugar donde las palmeras dejaban ver el cielo. La brisa, el siseo de las olas, el licor delgadísimo, su sonrisa teatral, sus uñas enarenadas, la compañía lentamente variable, eran todas parte del mismo estupor que tenía prendido entre las sienes y las orejas desde los catorce años. Magdalena, una vez y media más vieja que su pasmo, se entregaba a la devota pero desgastada esperanza de comulgar con el sudor de un desconocido y acabar por aprender a fondo todos sus impulsos y su orografía.

No siempre fue su intención recuperar la viveza de todos los sentidos, ni dejar manchas indelebles en la memoria de los otros, porque al principio era muy pronto todavía para ocuparse de recordar lo vivido, pero lo hacía invariablemente por el efecto misterioso de su boca, en donde podían leerse, con la lengua adecuada las traducciones de cuanta expresión fuera capaz de hacer saltar los corazones. Tampoco puede decirse que se hubiera cansado de buscar el amor, aunque ella ni siquiera sabía que lo hacía, porque iniciaba cada noche una exploración automática y ritual de la naturaleza humana, sin hacer diferencias de sexo ni tamaños, sin reparar en propósitos ni en justificaciones. Tampoco le era evidente que hacía contacto directo con el cielo, porque estaba tan de ojos cerrados que la luz de las estrellas apenas llegaba a sus pupilas y era fácilmente confundida con los destellos de amor que le propinaban con regularidad creciente.

Lo que sí puede decirse es que esa noche tuvo una distracción pequeña que fue causada por una lluvia tímida en su frente y que fue aumentando con el volumen de su pulso, que dictaba el murmullo de la lluvia, y que desembocó en una estampida que sus párpados no pudieron resistir y abrió sus ojos tres segundos antes del final y se vertió en ellos el entendimiento del que gozaba cuando niña y que le había estado vedado durante veintiocho años, y se le reveló por fin el propósito de su búsqueda litúrgica y nocturna. Rechinó los dientes, empuñó la arena a sus costados y deseó con todas sus fuerzas que él y todos y todas las anteriores hubieran sido ella misma y rugió no de placer, sino de una rabia gigantesca, dirigida al centro del pasado y su rugido se apagó al poco tiempo en sus oídos, pero hizo temblar la playa entera mientras vivió. Y así, mientras estallaban en los vasos sanguíneos de sus pechos y su cuello multicolores fuegos de artificio, se quedó tan al margen de todos los alrededores, tan aturdida, como a los catorce, cuando miró por última vez en veintiocho años el cielo buscando a dios y sólo halló en las raíces de la lluvia el origen de su llanto.

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