lunes, 22 de marzo de 2010

Al diablo...

Green se levantó de malas la tarde que le siguió a la noche que estuvo despierta, pero sola, hasta la mañana. Tenía la impresión de haberse despertado con un demonio debajo de las sábanas. No, tenía al demonio debajo de las sábanas, calentándole la piel con ideas que invitan a arruinar aún más el día. Del color del diablo tenía los ojos y del clima árido del infierno la garganta, pero despreció el vaso con agua que tenía en el buró, alcanzó un trozo verde de prado, le prendió fuego y se fue viajando con la misma lentitud con la que se hundía en sus almohadas.
Green no sospechó nunca que los colores se dejaran pervertir por las imágenes que se prohibía ella recordar, pero esa tarde supo que era posible. A medida que el sol se ponía débil en las ventanas, se dibujaba la escena frente a sus ojos con una nitidez nauseabunda. Ahí estaba él, diciéndole a la güera cosas que ella podía sólo adivinar, porque su malvibrosidad, como ella le llamaba, nunca la animó a aprender el idioma, excepto por esas palabras punzocortantes que uno aprende a reconocer demasiado pronto, ignorando todavía que son de doble filo, dependiendo de a quién se dirijan. Pues fue obra del diablo y también de esas palabras que la escena perdiera la ternura, que era ya de por sí inaceptable (por nociones de monogamia y propiedad) y se tornara... cálida, repleta de toqueteos ensalivados y gandallas.
Green comenzó a incomodarse. No era que se sintiera ofendida o celosa. Era que sentía dentro una ola de enojo que crecía con rapidez, y sabía que toda la rabia iba en contra suya y comenzó a reclamarse entre volutas de humo mientras el diablo la miraba todavía, sumergido en sus propias volutas, calentándole el abdomen con su aliento. Que más que amarlo lo repelía, que dónde estaba entonces la razón para incomodarse, que sí, que ya sabía que no eran celos, que más bien era no entender qué chingados estaba haciendo ahí, que ahora eran más las ganas de vengarse, aunque no supiera de qué, pero ya estaba sospechando que a él sí le iba a doler, que estaba otra vez en las deplorables condiciones de irse con el primero que pasara, nomás para dejar claro que cualquiera valía más que él, o que quizá era más bien como la vez anterior que tuvo ganas de irse con cualquiera, cuando lo hizo nomás por no perder los ánimos de mantenerse viva... Y al llegar a ese presentimiento, paró. Hubo de pronto un silencio en su cabeza y después un hueco más doloroso que el silencio, porque en medio de esos dos instantes fue víctima de la tristeza más grande del mundo y Green, que en el fondo siempre fue pura, expulsó una lágrima tan fría que apagó al diablo y al infierno enteros y se quedó vacía después; vacía de pureza y de llanto, vacía ya de toda intención de venganza, de toda pena que guardara relación con el amor. Volvió del viaje con los ojos en ningún sitio y un balbuceo redundante y también hueco que decía: los hombres son unos pendejos; y cualquiera que la mirara, juraría que estaba triste de verdad.

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