viernes, 23 de julio de 2010

Entomólgo VI (de cómo se dispersaron las mariposas)

La mañana siguiente a la noche en que maté a la mariposa negra llegaron otras dos. Uno nunca las escucha llegar. Vienen del humo de las fábricas, creo yo, y creo que las nubes de las tormentas están formadas de mariposas negras.
El asco de todo el mundo se concentra en unas pocas cosas, creo yo; pero hay quienes creen que va de gustos a gustos y yo nunca he estado conforme, o he estado conforme muy a mi pesar de que ellos tengan razón. El pesar produce asco también, pero de eso uno no se da cuenta hasta que llega a arremeter contra tus ventanas una tormenta de mariposas negras.
La noche de la víspera de la tormenta yo peleé a muerte con esas dos que llegaron después de que maté a la primera. Ellas colmaban el aire de su presencia nauseabunda y yo las golpeaba con un periódico viejo mientras me cubría la cabeza de la pobredumbre en polvo que dispersaban con sus alas. Pueden ser grandes, las mariposas negras. Esa noche no habían crecido todo lo que podían, pero cuando llegó la tormenta había miles de ellas y de todos los tamaños. Yo no sabía que por cada mariposa muerta se gestaban dos alacranes y otras cuatro mariposas que llovían en los lugares más desafortunados del mundo. En medio de la desesperación, en medio de un abrazo asqueroso de mariposa negra, de una tan grande como mi cama, abrí mi navaja, cerré las ventanas e incendié mi casa. Destacé a la mariposa que me abrazaba y dormí a salvo de cualquier llovizna bajo el tunel de Santa Fe. Tampoco sabía en ese tiempo que las mariposas negras no eran en realidad el diablo en persona y que en realidad habían tenido la mala suerte de nacer negras y asquerosas. Yo las mataba por oficio, en defensa de la propia comodidad.
Al último verano de mi estancia en las tierras limítrofes del trópico siguieron tiempos mejores. Tierras mejores, para ser exactos: áridas. Renegaba por la espinosa vegetación pero bendecía la escacez de los insectos.
Una tarde amarilla, en un parpadeo, llegó la reina ultrajada de las mariposas a hacer las paces conmigo. Se posó majestuosa sobre mi taza de café y yo, furibundo a causa del recuerdo del asco, la maté sin ver el dorso de sus alas y sin saber que era monarca.

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