domingo, 21 de febrero de 2010

El valle de los brezos

-Nos están esperando para matarnos -le dijo el de al lado.
-¿Por qué crees que nos siguen transportando aquí atados debajo del tanque? ¿Por qué crees que no nos han soltado para machacarnos la cabeza como a los demás? Porque nos consideran dignos de tener el sufrimiento grande antes de morir.

Decían que la hechicera usaba una diadema flores rojas y amarillas en la cabeza para que no influyera en su juicio la veneración de los soldados que la rodeaban. Cuando él la miró por vez primera comprendió por qué había sido posible convertir en cinco minutos el brezal en un campamento autosuficiente que abonaba los sembradíos con la sangre de los muertos. Él había llegado por el camino que llegan todos y había temido morirse aplastado por el tanque o ahogado en el fango de la subida empinada que conduce al valle de los brezos.

-Ya estamos por llegar, fíjate cómo el aire apesta a brezos con sangre; fíjate cómo el único sonido es el de los disparos. Hoy debe haber asamblea.
Acabó la peregrinación y poco a poco fue acostumbrándose a la luz del día, a la filas de gente que caía fulminada por un disparo en la cabeza, al sonambulismo idiota que brinda la resignación de no poder escaparse, pero nunca dejó de tener miedo.

-Fíjate cómo están todos como paralizados. No es producto del miedo, sino de la subordinación. Fíjate cómo ellos tampoco saben cómo llegaron aquí ni por qué los tienen haciendo fila para morirse. ¿No te horroriza que ni siquiera te digan por qué quieren a matarte? Pues te van a matar. Seguramente a mí antes que a ti, porque se ve que te miran con recelo.

Había caído la noche y el piso estaba tapizado de pétalos de brezo y sangre enlodada. Había antorchas junto a los centinelas y pelotones de gente alargando el sabor del momento último de su vida, esperando con paciencia de vacas de rastros.
Ataron a uno al tronco de un brezo que nadie había podido arrancar y le acomodaron fuego en las rodillas y le cortaron la lengua para que no blasfemara. Le quebraron los hombros a palos, pero como estaba atado al brezo, no pudo doblarse. -No sean pendejos- se oyó que alguien gritó desde una de las filas -si van a matarlo, mátenlo bien. El de al lado se quedó donde estaba, pero lo miró a él de reojo, sabiendo que sudar frío era buena señal, nomás porque sentir algo aunque fuera miedo, quería decir que todavía no se había resignado.

Las filas se abrieron y llegaron los soldados. Se lo llevaron a él en frente de la hechicera, y el de al lado se quedó temblando, pero sin hacer ruido. Deliberaron un rato, apuntándole siempre con las armas a la cabeza. El hombre del tronco cayó en el olvido.

Los ojos de la hechicera tomaron el color amarillo de las flores de su cabeza y cuando parecía que iba a hablar, se adelantó un general y le puso a él una bofetada. -Arrepiéntete y humíllate -le dijo. Pero él estaba invadido de una extraña seguridad. -No me hinco, me perpetuo -dijo mirándola a los ojos mientras levantaba la mano derecha por encima de la cabeza de todos, como declarando para quienes no se habían dado cuenta que la sangre podía dejar de escurrirse y que el valle podía sumirse si le disparaban y que todos se iban a ahogar en una alberca de sangre. No se le quebró la voz, pero por dentro estaba todo roto, porque estaba apostando lo que ya había perdido con la espectativa de ganarlo todo aunque no fuera a quedarse con nada, y cuando se apuesta tan poco para ganar tanto, el cuerpo no puede seguir atrapando la vida en su interior. De todas formas nadie se dió cuenta, hasta que se oyeron los chasquidos que hacen las armas cuando cargan y los silenció ella. -No podemos hacerlo; él no es frágil -dijo, y su corona de flores voló al aire con el ruido de los disparos, porque la rabia del general habló justo después de ella. -Que se lo cargue la chingada -dijo, y aunque todos vieron que le apuntaban a él, fué la hechicera la que se desplomó tras la desobediencia, porque en ese momento estaban combatiendo las voluntades de ambos en el aire que separaba sus pupilas; y luego también él se desplomó, tras la segunda carga, pero su imagen siguió de pie y la tercera ráfaga de las balas de quienes lo rodeaban la atravesó, porque su presencia se había vuelto etérea y el fuego cruzado fue alcanzando a todos los que dispararon. Se acabaron los soldados y se acabó la voluntad de la hechicera cuando el de al lado dejó de temblar y de sudar frío. Sólo entonces dejó de sentir la mordida del horror y se halló formando parte de las filas de gente que seguía sin moverse, esperando que alguien les disparara, pero no había ya quién pudiera coger un arma.

Él se quedó mirando la diadema de flores. -Aquí no ha pasado nada -dijo, y se dio la vuelta bajando la pendiente en la que creyó que iba a ahogarse. El de al lado quiso correr a alcanzarlo, pero sólo pudo ver la noche poblandose de nubes, porque sus pies y los de todos los que le rodeaban ya estaban enraizados, su cuerpo había terminado de adelgazarse y sobre los pétalos de brezo que crecían en su piel, aterrizaba ya el rocío.

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