domingo, 8 de agosto de 2010

Entomólogo II (de cómo me encontraron)

No todo el tiempo fui un insecticida. Después de la segunda infancia decidí asumir una actitud más bien pacífica hacia los insectos. Me asustaban tanto los reptiles que ninguna ambición tenía por temer. Y entrado en la adolescencia aprendí algunas de las ventajas de la muerte y supe que no tendría ninguna escapatoria si los insectos decidieran alguna vez atacarme. La clave era que, al vivir menos tiempo, evolucionaban más a prisa.
Toda la vida he sido un cabeza dura. Dura como el caparazón de los escarabajos. Llegué a creerme inmune a sus ataques por estar compuesto de la misma materia primitiva, pero ellos no parecieron reconocer esta similitud como un lazo familiar; tampoco lo hicieron cuando traté de explicarles que las células que nos formaban eran similares. Aunque nunca me atacaron todos al mismo tiempo, nunca me creí que fuera por una cuestión de debilidad propia de los invertebrados, ni de la intimidación que yo podría provocarles. Sospechaba, aunque no la reconociera, una suerte de guerra de desgaste en todos sus movimientos.
Hasta antes de que el alacrán me encontrara siempre me jacté de lograr correr más a prisa de lo que los insectos podían perseguirme. Me mudé en varias ocasiones y tan seguro me sentí que cometí un descuido: una noche que había sido mágica acabó siendo inconcientemente devastadora. Tuve la mala fortuna de inundar un nido de arañas y que sobrevivieran algunas. Me siguieron a mi casa.

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