miércoles, 12 de noviembre de 2008

Pasa rápido, que quema.

I
Ahora lo sé. No estoy bien seguro de dónde ocurrió, pero casi seguramente fue producto de la intoxicación por monóxido de carbono.
Fue hace muchos años. Yo estaba como hoy, cruzando el Ceboruco como el viento.


II
El Ceboruco y las heridas que dejó sobre la tierra quizá sean simplemente "El Ceboruco". Quizá sean una misma cosa el calor, el aliento, las grietas de la corteza, las amenazas y las piedras filosas, burbujas de lava disecadas al momento de reventar. Quizá los jirones de viento que chillan como los alacranes, las matas que crecen entre las piedras, los pueblos aledaños que se defendieron del volcán con la pura voluntad, y sus mazorcas gigantes que les crecieron gracias a las cenizas, sean uno con El Ceboruco.


III
Yo estaba como hoy, pero mucho más joven. Recuerdo que me contaron que un arriero escuchó un galope que venía de debajo de la tierra y entonces corrió al pueblo a avisar y se salvaron los que pudieron. Recuerdo que esa historia era una de las maravillas angustiosas de mamá.
Mi papá me contó que todas esas piedras negras y porosas eran lava que ya se había enfriado y que la lava era espesa y fluía por la tierra más caliente que el diablo, que era piedra fundida y salía del volcán, que venía del centro de la tierra.
El mundo olía a azufre y yo ni siquiera era capaz de distinguirlo.
Entonces sucedió de pronto, como cuando una aparición llega a completar un cuadro. Me imaginé a mi mismo subiendo con una pendiente suave por el cráter estrecho y, como las ideas geniales, que salen de uno pero nadie se cree que sean propias, se me ocurrió una trayectoria en espiral para no chocar con las paredes.


IV
Todavía no puedo estar seguro de qué tratos hice esa vez con el volcán. La verdad es que no lo recuerdo. Quizá me guardé sus fumarolas en el pecho, o sus piedras ásperas, o sus ganas de dormir. Quizá El Ceboruco y yo estemos siempre en el mismo paisaje y ya seamos uno desde que lo vi de lejos. Quizá sea por eso que nunca pude tocar la nieve del Popocatépetl.
En realidad no sé si la sed que sentía era la mía o la suya. La enorme cantidad de estupidez que me habitó esa tarde sólo puedo explicarla por una ignorancia añeja que se te mete en los pulmones; una ignorancia consciente que consistía en negar el complemento de uno, en meterse en un hoyo y vivir sin cambios, como se ha hecho desde siempre y que se vió sorprendida y hurtada de pronto, como cuando te despierta una hormiga curiosa que ronda en tus pestañas.


V
Aunque es posible que me haya quedado con su ignorancia y lo haya extraido de su sueño, repito que no estoy enterado de si gané o perdí en mis tratos con el volcán. Sin embargo, hoy, mientras lo cruzaba de nuevo como el viento, me dijo algo que no recordaba y ahora, por fin, lo sé: la idea de volar la robé hace muchos años del manto de la tierra.

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